Alonso de Céspedes

Alonso de Céspedes, Ciudad Real 1518, Albuñuelas (Granada) 1569

Este insigne manchego en fuerzas y valor, que mereció ser llamado en la época cervantina el Alcides castellano, vio la luz de la vida en Ciudad Real en el año 1518. Hijo de una linajuda familia de esforzados varones, Alonso de Céspedes continuó las glorias de su apellido combatiendo como Capitán de los luteranos en Alvis (Alemania), a los sarracenos en Africa y los moriscos en las Alpujarras. Su primera hazaña la realizó a la edad de seis años, arrancándole con facilidad la cabeza a un enorme ganso que por el tamaño le daba miedo a dos niñas, hermanas de Alonso, sin utilizar para ello otro instrumento que sus manos.

Era alto, proporcionado de miembros, bien parecido, fuerte como un roble y de agradables maneras. Perdió a sus padres muy joven y se dedicó al ejercicio de las armas con gran vocación, adiestrándose en cuantas reglas del arte de la guerra se conocían a principios del segundo tercio del siglo XVI.

Sus primeros servicios militares los llevó a cabo en Italia, en tiempos del Emperador Carlos V, combatiendo una rebelión a las órdenes del Capitán General don Fernando Alvarez de Toledo, tercer Duque de alba, quien en prueba de estimación por su valor sereno le regaló un magnífico caballo.

Terminada la campaña de Italia ordenó el César que pasaran las tropas del Duque de Alba a Flandes, donde los luteranos se habían rebelado contra la potestad de Carlos V. Era el año 1546 cuándo el Rey y el General Alvarez de Toledo llegaron a tierras flamencas, entre los vítores de los católicos y al frente de un pequeño ejército.

El del enemigo constaba, según sus propias cuentas, "de 84.000 hombres, 16.000 caballos, 6.000 gastadores, 8.000 tiradores, 140 piezas gruesas de Artillería, 300 barcas para hacer puentes, y 800 carretas de municiones, cuyo poder hacía a los enemigos tan soberbios, que vanamente ponían en sus Estandartes varios motes en desprecio de nuestra Armas". Contra estas fuerzas iban a medir las suyas Carlos V y el Duque de Alba, en cuyas filas iba el esforzado Alonso de Céspedes.

Quisieron los protestantes cortarles el paso a los españoles que llegaban de Italia y con tal motivo se entablaron los primeros combates en Lansueto e Ingolstad por el mes de agosto de 1546. En. abril del año siguiente, estando enfrentados el Ejército, católico con el luterano en el río Alvis, ocupando cada uno su correspondiente margen, y como no pudiese nuestra caballería vadear la corriente, el capitán Alonso de Céspedes se llegó a Carlos V, arrodillándose ante: él y le dijo estas palabras, que ha conservado la Historia:

"Sacra Augusta y Católica Majestad: Hoy os representa, mi afecto la lealtad y obligación con que nací Español y Vasallo vuestro, orgulloso de las resoluciones apetecidas por los soldados que tienen la dicha a avisarse alistado en vuestras invencibles Vanderas; yo que soy el menor pido licencia a V. M. para que, con nueve Españoles que he elegido, busquemos modo con que nuestro Exército se conduzga a la otra parte del Alvis. Varcas tiene el Enemigo de que poder fabricar puente para esta facción, y aunque parezca el arrojo difícil, por los evidentes estorbos que se ofrecen a mi empresa, tenga presente V. M. que la ossadía siempre fue madre de la buena fortuna y quando la suerte me niegue no me podrá quitar la gloria de haberlo intentado, pues en la Escuela Marcial de vuestras gloriosas hazañas, aun los más pequeños aspiramos a que no nos ultrage la negligencia de tan justo servicio. Poco se pierde, Señor, en diez vidas, donde sobran tantas y tan valientes. Sea todo por honra de nuestra Sagrada Religión, por blasón de nuestra Patria y por el crédito de V. Majestad Cesárea."

No creemos que el ilustre Capitán manchego se expresara de tan retórico modo, sino con sobriedad castrense; pero lo cierto es que el Emperador lo escuchó complacido y 1e autorizó para que llevara a cabo cuanto se proponía.

Alonso de Céspedes dio las gracias al César, saludó con gallardía y se alejó embozado en el manto de la noche. Buscó a los nueve voluntarios, llegaron todos en silencio a la ribera del Alvis, desnudáronse y se arrojaron los diez a la profunda e impetuosa corriente, llevando aferradas las espadas con los dientes. El agua estaba helada y casi no les dejaba respirar; tenían que nadar sin ruido para no ser descubiertos por los centinelas de la orilla opuesta. Al llegar a ella sorprendieron a la guardia que custodiaba las embarcaciones, se batieron desnudos uno contra veinte y por fin llevaron al bando español barcas suficientes para el objeto que se proponían, pasando en ellas los primeros contingentes armados que tendieron un pontón sobre el Albis. Esta hazaña del Capitán Alonso de Céspedes fue la causa principal de que se ganase la memorable batalla y célebre victoria que se libró en Flandes, a 24 de abril de 1547, precisamente en el año en que nacía Cervantes. Dice un historiador que dicha gesta empezó "a.las once horas de la mañana, se acabó a las siete de la tarde, con gloria de nuestra Nación, y asombro en el Orbe, donde fue preso el Duque de Saxonia", uno de los principales jefes rebeldes.

Nuestro héroe se distinguió notablemente en numerosos combates de la guerra de los Países Bajos, contribuyendo con su táctica y con su arrojo a afirmar la corona del Sacro Imperio en las sierres del monarca español. El fué el primero que colocó el estandarte de España en la torre más alta de la inexpugnable fortaleza de Mansflet (Baja Sajonia) y tanto por su valor como por sus hercúleas fuerzas gozaba de la admiración universal.

Terminada la campaña de Flandes le pidió permiso al Duque de Alba para retirarse a descansar a La Mancha, pasando temporadas en Ciudad Real y en Ocaña, de donde tomó ocasión Benito de Lariz para decir que era natural de esta última ciudad, cosa que no es cierta, por estar probado que nació en la primera. Algunos Céspedes se casaron en Ocaña en los siglos precedentes y el mismo hijo de nuestro Alonso, llamado Rodrigo, dueño del Mayorazgo de Ciudad Real, en cuya casa solar nació el héroe. Todo esto está suficientemente aclarado en las "Genealogías de la Casa del Capitán Céspedes", que datan del. siglo XVII.

Parecen fabulosas las proezas que se cuentan de la fuerza física de nuestro héroe, a quien podríamos llamar el Sansón manchego. Estando en Aranjuez el rey Don Felipe II, había ido a cumplimentarlo Alonso de Céspedes y en presencia del monarca detuvo con sus manos la enorme rueda de una aceña o molino harinero, sobre la que habían volcado todo el caudal de una presa, capaz de mover varios rodeznos. Debido a esta felonía del molinero; sobornado por los enemigos del Hércules ciudarrealino, pues lo convenido era que no soltase más agua que la necesaria para mover una sola rueda, Alonso de Céspedes sangró con el titánico esfuerzo de ruanos, nariz y oídos. Claro que los felones no quedaron sin el debido escarmiento, pues la víctima de su poco noble estratagema los buscó y uno a uno los fue arrojando a todos en medio de la corriente del Tajo.

Estando en Ocaña, en casa de su pariente D. Bernardino de Cárdenas, quien lo había invitado a pasar con él las fiestas de Navidad y Reyes, le rogaron una trasnochada que levantara cierta pesada mesa de nogal en torno a la que estaba sentada toda la familia y algunos caballeros amigos. El capitán manchego la tomó de una pata y a pulso fue levantándola a regular altura, sin volcar las botellas ni derramar una sola gota de los licores que había servidos en las copas.

En otra ocasión, al día siguiente de lo que queda relatado, montó Alonso de Céspedes en un enorme caballo que tenían sus parientes y al llegar a la que entonces llamaban Plaza del Duque, le sonrió una moza desde la balconada, y para corresponder de algún modo singular a tan bello saludo, se agarró fuertemente a una reja y levantó media vara a la bestia con las piernas, dejando asombrados de la hazaña a los muchos curiosos que lo contemplaron.

Otro día pasaba el Hércules por las afueras de la población, en tiempo de vendimia, cuando vio venir cuesta abajo un carro cargado de uva y las dos mulas de tiro desbocadas, mientras que el carretero asustado daba gritos pidiendo socorro. Sin estarse a pensarlo, Céspedes se plantó en medio de la cuesta y agarrando con ambas manos las narices dé los animales, les hizo recular poderosamente, frenando con las ancas el carro.

Son infinitos los prodigios que se narran de su valor y de su fuerza, cómo el de detener un caballo lanzado por el jinete a veloz carrera y de luchar con un tigre, venciéndole a las primeras de cambio, lo cual motivó el siguiente soneto del Licenciado Sebastián de Villaviciosa, titulado "Al matar el tigre el valeroso Céspedes"

A la inculta palestra el tigre Hircano

Sale feroz, y a un brinco sacudido

El amago del trueno de un bufido

Quedó vencido al rayo de tu mano.

Fuerza mayor de impulso soberano

Halló en tu diestra el bruto enfurecido,

Que entre el moverse y el quedar rendido.

Más fiera te aclamó, te ignoro humano,

Descansa en ese mármol dignamente,.

¡Oh invencible español, que, en las esferas

Dilataste tus ínclitos renombres.

Que es justo (que alumbrando en pira ardiente)

Quien fué mudo escarmiento de las fieras,

Sea elocuente ejemplo de los hombres.

El hecho sucedió así: Había ido Alonso de Céspedes a Madrid, pretendiendo en la Corte de Felipe II algunas concesiones de importancia y en la espera quiso conocerlo el príncipe Carlos, quien admirado de su fama y musculatura, le preguntó:

-¿Seríais capaz de luchar con un tigre, como ese que le acaban de regalar a S. M. y que está encerrado en el patio del Palacio?

-Estoy a las órdenes de V. E.

El príncipe dio órdenes para que soltasen la fiera, esperándola Alonso de Céspedes en mitad del patio con la espada desnuda y el escudo de cuero en la siniestra mano. La gente palatina, espantada, miraba la lucha increíble desde las ventanas y los balcones. El tigre era un soberbio ejemplar, como escogido para regalo de un monarca poderoso, y al verse libre y con un hombre delante, se lanzó rugiendo contra él, pronto a despedazarlo con garras y colmillos. El capitán manchego lo recibió con el escudo, contra el que se estrelló la furia del animal, momento que aprovechó su enemigo para hundirle la espada en el costado hasta los gavilanes. La fiera dio varios saltos y un rugido, desplomándose sin vida. El príncipe Carlos le felicitó entusiasmado, otorgándole en premio la gracia que pretendía, y le hizo esta pregunta

-¿Si hubierais errado el golpe con la espada ¿qué habría sido de vos?

-Alteza confío más que en nada en la fuerza de mis brazos.

Enterado el Rey Felipe II de todo, reprendió a su hijo diciéndole "que no aventurase otra vez en cosa de tan poca importancia a un Caballero de tanta".

Al ir a embarcar para Italia con el Duque de Alba, se detuvo la tropa en Barcelona unos días. Para celebrar la salida del puerto catalán y por el buen éxito de las armas españolas, se dijo una Misa solemne en uno de los templos, y como cierta hermosa dama no pudiera llegar a tomar agua bendita por impedírselo el gentío que llenaba la iglesia, Céspedes se sintió, galante, apartando fácilmente a la multitud, arrancó la pila del muro, sirvió a la hermosa con ella y la volvió a empotrar en su sitio, sin darle importancia a la cosa.

Como todas estas cosas iban unidas a grandes hechos de armas como militar, su fama lo hizo popularísimo en Italia, Alemania y los Países Bajos, tanto como lo fue en España.

Hasta anécdotas chuscas hay en el valor de Céspedes. Estando en Ciudad Real una vez le dijeron que un fantasma gimiente traía atemorizada a la ciudad. Alonso se embozó en su capa y esperó en la noche a que hiciera su aparición. Se trataba de una hechicera, fea como un demonio, que con ruido de cadenas, farolillos en la cabeza, envuelta en sábanas y caminando sobre grandes zancos, daba alaridos para amedrentar a la, gente.

El capitán se echo a reír de tal espantajo, la encerró en su casa y por la mañana la hizo pasear con el disfraz por toda Ciudad Real, quedando así sosegados los ánimos.

Otra noche en Ciudad Real tuvo unas palabras agrias con su hermana durante la cena y se marchó de parranda con varios amigos. Volvía algo alegre cuando al pasar por los obscuras portales de la Plaza Mayor se le interpuso un bulto, con el que se lió a estocadas y mamporros. Con la espada rota, la adarga estropeada y el cuerpo molido por los golpes recibidos, aunque sin herida alguna, estuvo buscando a su contrincante, que se escabulló sin dejar rastro. De madrugada se fue a su casa y estuvo unos días dolorido y malhumorado. Como le preguntara la hermana con cierto retintín qué le había sucedido, contestó que debió ser el diablo quien se interpusiera en su camino la noche de marras, ya que hombre alguno de su tiempo era capaz de resistirle. Doña Catalina de Céspedes se echó a reír con la mejor gana, diciéndole que había sido ella, para vengarse de las malas expresiones que le dijo durante la cena y para probarle que, aunque mujer, no tenía menos valor y fuerza que él, como así era.

Celebrándose en Ciudad Real una corrida de toros en las fiestas de la Asunción, tomó parte en ella el capitán Céspedes, quien al dar una lanzada rodó por tierra junto con el caballo. De un salto se puso en pie, al tiempo que el toro los acometía. Tuvo el acierto de cogerle la punta del cuerno con la mano izquierda y sacando la espada con la derecha le cortó el pescuezo de un solo tajo.

Así podíamos seguir el relato de muchas proezas semejantes, pero estimamos que con lo dicho basta para dar una idea bastante aproximada de su fuerza.

Casó don Alonso de Céspedes con una hermosa y noble dama alcarreña, natural de Uceda (Guadalajara), llamada doña María Chirino de Artieda, hermana del capitán don Diego, gran amigo y compañero del militar de Ciudad Real.

Recién casado estaba cuando tuvo que abandonar las dulzuras del amor hogareño, para seguir las banderas del Gobernador y Capitán General de Oran, Mazalquivir y Reino de Tremecén, don Martín Alonso de Córdoba y Velasco, primer Conde de Alcaudete, para combatir a los moros africanos. Mandaba una compañía el capitán manchego y desembarcaron en las costas oranesas a mediados del año 1558, cerca, de la ciudad fuerte de Mostagán, alzada en una ladera que se asomaba al Mediterráneo. Eran muy inferiores en número a las musulmanas las tropas españolas --12.000 infantes y 800 caballos de los cristianos contra 70.000 guerreros de Mahoma--, estando los infieles sólidamente parapetados y teniendo los nuestros que iniciar el ataque, razón por la cual el Generalísimo hispano no pudo conseguir la victoria y murió heroicamente en el combate. Alonso y su hermano Juan de Céspedes, que mandaba otra compañía de soldados, se distinguieron en la acción, peleando como leones al lado del Conde, cayendo Juan prisionero de los sarracenos Hizo tales proezas al combatir a los guerreros del rey moro de Tremecén, que parecíales el Cid redivivo a los árabes llenándolos de admiración y de asombro. Considerando tan heroicos hechos pudo escribir D. Juan de la Portilla Duque el conocido soneto "Al sepulcro de Céspedes"

"Descanse el rayo de virtud manchega,

Luz de los suyos, a rebeldes trueno,

Y al estrago concurran sarracenos,

Alpha Pelayo y Céspedes Omega.

Ten por espejo aquesta mármol, llega,

Compondrás para fama lo terreno

En un portento de verdades lleno

Con quien se afrenta toda ficción griega.

Mira esa espada del ardiente acero

Forjada en fragua o yunque de su mano,

Que adora el Norte, pues tembló primero.

Sirva de ejemplo y templo al castellano,

Que el tiempo justo si, no lisonjero,

La dio de Historia trono soberano."

En esta composición endiabladamente gongorina y culterana, no está claro más que la admiración que en todo tiempo ha despertado el Hércules manchego.

Terminada la campaña en África regresó nuestro esforzado capitán a su casa de Ciudad Real, donde le esperaba el cariñoso regalo de su mujer, doña María Chirino de Artieda, en cuya compañía vivió, en paz y gracia de Dios, unos cuantos años, sin otro empleo que el cuido de su hacienda y la administración de su mayorazgo.

Pero el enemigo no descansaba y en 1568 se rebelaron los moriscos de las Alpujarras contra la autoridad del rey Felipe II. Este convocó a sus Ejércitos a todos los oficiales y soldados que quisieran combatir como voluntarios. Céspedes, que se hallaba en Ciudad Real, fue uno de los primeros en ofrecerle al monarca su espada veterana y el no menguado valor de su brazo, a pesar de haber cumplido ya los cincuenta años. Al banderín de enganche del famoso Capitán Alonso de Céspedes acudieron a alistarse los más esforzados varones de Ciudad Real y su comarca, escogiendo entre ellos doscientos, ítem más los parientes y amigos que se disputaron el honor de combatir a su lado. Antes de partir los reunió a todos, los invitó a cenar por su cuenta, y los lanzó una vibrante arenga, que terminó con vivas al Emperador.

Dio el mando de cien voluntarios a su cuñado, el valiente capitán don Diego de Artieda Chirino, y él se reservó el resto de la hueste reclutada. Los despidió con vítores la ciudad entera y se dirigieron a Toledo para cumplimentar algún indispensable requisito. Llegaron de noche a las puertas de la ciudad imperial, las cuales estaban cerradas, y como no quisieran abrirlas los centinelas, se apeó Céspedes del caballo con mal humor y arrimándoles el hombro rompió los cerrojos y levantó el rastrillo. Los guardianes tocaron alarma y se armó el consiguiente alboroto hasta que se dieron a conocer los que llegaban.

Aún hizo otra de las suyas en Toledo el Sansón de Ciudad Real antes de partir para las Alpujarras. Cierta noche, que era de las frías de invierno, se encontró a deshora con la ronda, y el Alguacil, ignorando quién era, le quiso quitar la espada con malos modos. Céspedes le dijo comedidamente, que era hombre de honor y que lo dejara en paz. Oyendo esto el Alguacil, quiso desarmarlo y en mala hora lo intentó, pues harto ya el Capitán de sus insolencias, lo cogió de las piernas y lo tiró a un tejado, de donde es fama que no pudo bajar hasta ser de día.

Por la mañana se contó el chusco suceso en los corrillos de Zocodover y el Marqués de Villena, que se encontraba allí, quiso conocer a nuestro biografiado, y por complacerle luchó con un turco gigantesco, derrotándolo en una prueba de fuerza. Se hizo tan popular en la ciudad del Tajo, que al partir al frente de su mesnada le pidieron unas damas alegres desde un balcón que hiciese para ellas un alarde de fuerza y agarrándose a los hierros de una ventana levantó con las piernas, como en Ocaña, el caballo que montaba. Las damas se echaron a reír, diciéndole que poca cosa era la realizada. Entonces Céspedes arrancó con una mano la reja que tenía delante e hizo ademán de echársela a las mozas como si fuera una guirnalda.

Por fin llegó a las Alpujarras el Capitán de Ciudad Real con doscientos manchegos en la primavera de 1569, siendo recibidos con júbilo por el General cristiano, que tenía sitiados a los rebeldes en aquellas ásperas montañas, parte meridional de Sierra Nevada. Era Caudillo de nuestras fuerzas D. Juan de Austria, hermano natural de Felipe II, a las órdenes del cual luchó Cervantes en Lepanto.

Millares y millares de moriscos rebeldes coronaban, bien parapetados, las crestas de la sierra y los nuestros tenían que subir a desalojarlos cuesta arriba, pegándose como podían a las arrugas de la vertiente. Fue uno de los primeros jefes militares que intentaron escalar aquellas rocas que miran a Motril por el poniente y a Almería por el lado contrario, quedando al norte la vega de Granada y al sur el Mediterráneo, el Comendador Mayor de Castilla don Luís de Zúñiga y Requena, quien trabó batalla con los infieles, llenando de estampidos, ayes y gritos de guerra aquellos monstruosos barrancos. Rodaban los guerreros al abismo, confundidos en abrazo mortal moros y cristianos. Estaba indecisa la victoria cuando llegaron de refresco tropas españolas. Eran las, Compañías del Capitán Alonso de Céspedes, de Ciudad Real; su cuñado Diego Chirino, de Artieda; el Caballero Gonzalo de Vozmediano, de Vélez-Málaga, y el Alférez Hernando de Caraveo, malagueño, que fueron los primeros oficiales que plantaron el pendón de Castilla, bandera del Imperio, en los riscos más altos de las Alpujarras. Se distinguió notablemente Céspedes en la jornada, muriendo 2.000 moriscos en la feroz contienda y quedando en nuestro poder más de tres mil personas musulmanas, entre hombres, mujeres y niños. Se les cogieron numerosos campamentos, abundancia de acémilas y ganado, gran cantidad de cereales y un rico botín de oro y plata constituido por sus fortunas y cuanto en la región habían robado. Cuatrocientos muertos y cerca del millar de heridos fueron nuestras bajas. Quiso el Capitán Céspedes ir a darle las novedades al Generalísimo de aquellos ejércitos y algunos oficiales de lo que hoy podríamos llamar Estado Mayor trataron de impedírselo, porque ellos le darían cuenta de todo. Oyó la discusión D. Juan de Austria y saliendo de su tienda de campaña les dijo a los suyos:

"Dexad llegar a Céspedes, que ha hecho, y no ha hablado. Yo informaré a Su Majestad de su celo, su vigilancia, su valor y su prudencia."

Con tales palabras históricas se dio por bien pagado el capitán Alonso.

Imposible resumir aquí los mil episodios bélicos de la guerra contra los moriscos granadinos, en muchas de las cuales tomaría parte el héroe manchego, hasta que don Juan de Austria le nombró Cabo (equivalente hoy a comandante militar) y Gobernador. del presidio y plaza fuerte de Tablate, en el Valle de Lerín

Como andaban haciendo algaradas los rebeldes por aquella parte, mandó el Caudillo a don Antonio de Luna a que los apaciguase, el cual llegó con sus tropas al fuerte de Tablate la víspera de Santiago "y por que no halló allí al capitán Céspedes, cabo y gobernador del presidio, que era ido a uno de los lugares reducidos (sometidos) allí cerca, dexó orden al capitán Juan Díaz de Orea, que en viniendo le dixesse, que dos horas antes que amaneciese embiase dos compañías de infantería de tres que allí tenía por el camino derecho de Pinillós, y fuesen a amanecer sobre el lugar, porque lo mismo haría él con toda la otra gente".

Apenas se había marchado el general Luna con su ejército de 3.200 soldados de Infantería y 120 de Caballería, llegó el Gobernador Alonso de Céspedes a Tablate y aunque no tenía orden expresa de D. Juan de Austria, siguió las instrucciones del jefe Militar Antonio de Luna, y según afirma el cronista Luís Mármol y Carvajal en la obra y capítulo XXXIII citados, al rayar el alba estaba nuestro capitán con sus dos Compañías de arcabuceros, llevando como tenientes a los oficiales Francisco de Arroyo y Pedro de Vilches, sobre el pueblo rebelde de Pinillos. Pero les habían, dado el soplo a los moriscos de lo que se les venía encima y aprovechando las sombras de la noche, huyeron con sus familias y enseres a los altos de la Sierra, donde se encontraba el ejército rebelde, así que no encontraron más que una población abandonada. El general Luna, al ver malogrado su objetivo, planeó la acción de rodear por sorpresa los pueblos moriscos de Solares y las Albuñuelas, en plenas Alpujarras, yendo él por un lado del monte y ordenándole al Capitán Céspedes que fuese con su tropa por la otra parte, en dirección a Restábal. Es decir, que Luna caería sobre Solares al mismo tiempo que Céspedes atacaba las Albuñuelas. Despidiéronse ambos jefes y el manchego, al llegar a lo más alto de una loma que había entre Restábal y el objetivo, descubrió con sudista de halcón parte del Ejército enemigo. La crónica granadina de Mármol Carvajal, dice así

"Llegando, pues, el capitán Céspedes a lo alto de la sierra que está entre Restábal y las Albuñuelas, vio estar un golpe de moros en su cerro redondo que está a la mano izquierda, en medio de un llano, y a las espaldas de él tenían las mujeres, bagajes y ganados en el valle." Ello era señal inequívoca que los de las Albuñuelas estaban sobre aviso y habían pedido socorros a los rebeldes. Alonso arengó a los suyos, según tenía por costumbre antes de entrar en combate, y al llegar al pie del cerro donde se encontraba el enemigo, buscó la más suave ladera e hizo como si intentara coparles el bagaje y las, familias, a los moriscos, con lo cual procuraba atraerlos a lugar conveniente para librar combate. Entablada la batalla entre unos, y otros, el Capitán Céspedes estimulaba a los suyos con el ejemplo, rajando turbantes y cabezas con su famosa espada "Valenciana", que a pesar del nombre le había sido fabricada expresamente en uno, de los talleres toledanos de las márgenes del Tajo. Afirma el contemporáneo Ginés Pérez en, "Las guerras de Granada", que pesaba catorce libras y tenía tres dedos, de ancha. El cronista Méndez Silva asegura haberla visto en casa de un descendiente de D. Alonso, llamado Fernando de Céspedes, el cual vivía en la capital de La Mancha a mitad del siglo XVII. Se, armó tal ruido, humareda y polvo, que ambos bandos combatían a ciegas, hasta que desvanecida la nube cegadora vio nuestro capitán una parva de heridos y muertos de las dos partes, además de que muchos moriscos que llevaba consigo como leales a Felipe II, se le habían pasado a los rebeldes, junto con algunos malos cristianos. Fue tal la indignación que le invadió, que sin reflexionar, ardiendo en santa ira patriótica, no tanto por combatir al enemigo como castigar a los traidores, metió espuelas a su alazán y como un alud se entró por la morisma, rajando cráneos y tajando miembros entre aquella furia musulmana del Averno. No le seguían más que veinte soldados leales, robustos cachorros del león manchego, que apenas si daban abasto a rematar los que caían malheridos por el mandoble de Céspedes. El héroe se multiplicaba, como en la apoteosis triunfal de un mítico guerrero, como si fuera en tierra andaluza la encarnación del Dios Marte.

Pero al Alcídes manchego se le acercaba su hora. Empezaron a entrar en danza los arcabuces, arma traidora, poco caballeresca, y según dice Luís de Mármol "a la primera rociada le dieron un escopetazo por los pechos, que le pasó un peto fuerte que llevaba, y le derribó muerto en tierra". Era lunes, 15 de julio del año 1569.

Empezaron a llegar moros por todos los senderos de la montaña, ávidos de contemplar la muerte del coloso y los pocos leales cristianos que intentaron recuperar el cadáver se vieron obligados a volver grupas y batirse en retirada, pereciendo en la lucha varios soldados, entre ellos el más querido de Céspedes, Narváez de Ximena, que no se quiso retirar de donde cayó su jefe y cuyo cuerpo defendió hasta caer muerto a cuchilladas.

Parece que Antonio de Luna no pudo socorrer al capitán Alonso "por hallarse de la otra parte de un gran barranco que se hace entre los dos cerros, y la caballería que estaba abaxo en el río con don Alvaro de Luna, su hijo, se retiró luego desbaratada". La cita es de Márbol Carvajal, el cual añade: "Algunos dixeron que don Antonio de Luna no había querido socorrer al capitán Céspedes -celoso de sus méritos-, mas no se debe presumir semejante crueldad en caballero Christiano, ni aunque le socorriera llegara a tiempo de poderle salvar la vida, porque le mataron luego como comenzo la escaramuza, antes se entendió haber sido causa de su muerte su demasiado ánimo, y quererse meter donde estaban los moros de todo el valle por ventura con deseo de hacer algún efecto importante."

Días después pudo recuperarse el cadáver, por Orden expresa del Generalísimo D. Juan de Austria, que apreciaba al héroe manchego en alto grado, hallándole cubierto de peñascos y fue llevado en procesión a la Iglesia de Restábal, en cuyo altar mayor y al lado del Evangelio fue enterrado, rindiéndosele grandes honras militares y un solemne funeral digno de su valor y muerte gloriosa.

Méndez Silva asegura que "en la parte que lo mataron, que fue en la montaña llamada las Guadalaxaras Altas, cerca del referido lugar por donde se va desde Granada a Motril" ,había en el siglo XVII una cruz con este rótulo

"Aquí murió

el gran Capitán Alonso

de Céspedes, el Bravo."

Parece ser que el Caudillo le había propuesto a su hermano Felipe II, dos días antes de morir Alonso de Céspedes, que en pago de sus muchos merecimientos lo nombrara Maestre de Campo y Comendador de Socuéllanos, en la Orden Militar y Caballeresca de Santiago.

Entre los epitafios que al valeroso Céspedes le dedicaron en aquel, siglo, y en los posteriores, se cuentan los de personajes tal alcurniados, y a la vez afamados poetas, como José Pellicer de Tovar, Francisco López de tárate, Antonio Lope de Vega, Manuel de Faria y Sosa, Antonio Sigler de huerta, Pedro Roseta Niño, Juan de Zabaleta, Antonio Coello, Rodrigo de Herrera, Antonio Martínez, Sebastián de Villaviciosa, Agustín Moreto, Juan de Matos Fragoso, Francisco Ramírez de la Trapera y Arellano, Antonio de Zúñiga, Juan de Herrera y Sotomayor, María Nieto de Aragón, jerónimo de Camargo y Zárate, Francisco de Avellaneda y de la Cueva, Gabriel Fernández de Rozas, Antonio de Espínola, Antonio de Mandones Sojo, Juan Lozano, Manuel de Torres, Ambrosio de los Reyes y Arce, Manuel López de Quirós, Juan Ramírez, Jacinto de Aragón y Mendoza, Juan Larrea, Francisco Váez, Manuel Contiño Agramonte, Diego de Guzmán, Diego Francisco de Andosilla Enríquez, Manuel Sancho de Ribera, Juan de Mendoza, Fernando Infante de Robles, Domingo Rodríguez del Rey, Luís Ramírez de Arellano y numerosos más, con los cuales se podría formar una corona de laurel antológica; composiciones que cantan con admiración el valor y la fuerza del Alcides rnanchego.

Dejó en el mundo, además de su viuda, doña María Chirino de Artieda, tres hijos, llamados Rodrigo, Gabriel y Ana de Céspedes, siguiendo todos la senda de valor, virtudes y patriotismo que les trazó su padre.

Manchegos ilustres de la época de Cervantes

por José Sanz Díaz

Académico de la Real de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo

La Mancha : revista de estudios regionales, 1962

Centro de Estudios de Castilla-La Mancha