los comienzos del Ciudad Real contemporáneo

CIUDAD REAL DEL SIGLO XIX

LOS COMIENZOS DEL CIUDAD REAL CONTEMPORANEO

La crisis de 1808

De los varios hechos que se suceden en los primeros meses de 1808 tenemos algunas noticias en la documentación del Archivo Municipal. Triunfante el motín de Aranjuez que puso término al reinado de Carlos IV y al gobierno de don Manuel Godoy, sabemos del inmediato reconocimiento de Fernando VII, por parte de Ciudad Real, con la tradicional proclamación del monarca desde el balcón del Ayuntamiento v el acto de acción de gracias en la Iglesia de Santa María del Prado, « demostraciones de júbilo y regocijo» que se agradecían desde Madrid el 16 de abril, cuando ya las tropas francesas estaban en la capital y la Corte iniciaba su traslado a territorio francés.

Pocos días después, el 2 de mayo, se iniciaba en Madrid la reacción símbolo del comienzo de la lucha contra la invasión napoleónica. El 27 de mayo, cuando se prepara la Asamblea en Bayona que daría comienzo el siguiente 15 de junio, Ciudad Real nombra a fray Joaquín Muñoz y Teruel, miembro de la corporación municipal, para que se traslade a Bayona «para tratar en ella de la felicidad de España conforme a los deseos e intenciones de Su Majestad el Emperador de los franceses». La incompatibilidad de esta misión con el cargo que fray Joaquín tenía, «el despacho de los negocios de la Recibiduría de la Orden de San Juan», le obliga a dimitir. Admitida la dimisión por el general Murat, representante de Napoleón en Madrid, Ciudad Real envió a un nuevo representante, don Salvador Jiménez Coronado, que se trasladó a Bayona para participar en la Asamblea de la que salió la llamada «Constitución de Bayona».

Composición social de la población según el censo de 1797

Pero junto a esta aparente incorporación de Ciudad Real al orden establecido por el poder napoleónico en España, el ambiente de la ciudad estaba muy caldeado v próximo a la revuelta. Justamente el último día de mayo se producen significativas revueltas populares. En la documentación municipal encontramos noticias de «un alboroto promovido por una multitud de pueblo bajo de ambos sexos y muchachos (...) en solicitud de despojar de la real jurisdicción al Corregidor don Valentín Melendo, suponiéndole inepto para el ejercicio de ella por las muchas extrañas providencias que tiempo hace han experimentado y afirmaban estar expuestos a sufrir por la debilidad habitual de su cabeza». Sabemos poco de la figura de este Corregidor, pero de la documentación existente se deduce su condición de «afrancesado» y su carácter difícil que le hacía sumamente impopular. En la sesión del Ayuntamiento, convocada con carácter de urgencia, se manifestó el apoyo del pueblo a don Diego Muñoz, a quien se proponía como nuevo Corregidor. Cuando el «vicario juez escribano» se asomó al balcón del Ayuntamiento para calmar al pueblo, «viendo el silencio que se observaba en la plaza, le preguntó qué es lo que querían y todos a una voz gritaron que la vara del Corregidor ». Le fue difícil convencer al vecindario de que no era el mejor método «arrancar la vara violentamente al Corregidor». Pero las voces arreciaron en su contra. El juez escribano que nos ha dejado esta información de aquella revuelta popular, ofreció a los manifestantes «que les aseguraba con su vida que no sentirían el más leve agravio en el repartimiento de carruajes, bagajes y utensilios que son indispensables para la subsistencia y conducción de las tropas francesas».

Ciudad Real en el curso de la guerra de la Independencia

A mediados de junio, la división del general Dominique-Marie Vedel, formada por 6.000 hombres, recibía órdenes de dirigirse a Andújar, adonde debería llegar el día 26, debiendo cruzar por tanto las tierras de La Mancha.

Su paso por la región manchega fue muy difícil, hostigadas las tropas constantemente por las gentes de los pueblos, por las incipientes guerrillas, recién armadas. Hubo numerosos soldados que rezagados del grueso de sus unidades sufrieron la cólera popular. En ese trayecto la división tuvo excesivas bajas, pese a marchar en orden cerrado para evitar precisamente las consecuencias de ese tipo de ataque inesperado. El objetivo del general Vedel era restablecer la comunicación con las tropas del general Dupont. El alcalde mayor de Manzanares que tenía detenido a un oficial portador de unos pliegos de instrucciones secretas al general Dupont, para evitar que cayeran en manos de las tropas francesas de Vedel que se avecinaban a las puertas de la ciudad, decidió enviar al prisionero a Ciudad Real. Así lo hizo, en coche cerrado y con escolta. Pero cuando llegaron a la Plaza Mayor de la capital manchega, las gentes allí congregadas, excitadas por los acontecimientos y dispuestas a la lucha siguiendo las propias proclamas de las autoridades locales, asaltaron el coche, sacaron de él al joven oficial y allí mismo lo acuchillaron. «Primera sangre de esta guerra derramada en la capital de La Mancha», escribe José Antonio García Noblejas. Dominar Ciudad Real se consideraba importante para la marcha de la guerra. Lo reconocía en una carta el propio general Vedel. Dirigiéndose al general Belliar, el 20 de junio, advertía sobre «los movimientos de los insurgentes en La Mancha» y convencido de que «este movimiento cesará cuando sea detenido el Intendente de Ciudad Real, autor y provocador confesado de la turbación en la provincia».

La junta Central dispuso en febrero de 1809 la fusión de los restos del ejército del Centro, que estaba al mando del duque del Infantado, con el llamado ejército de Sierra Morena, al mando del marqués del Palacio. Con ellos se configuró el ejército de La Mancha, al frente del cual se nombró a don José Urbina, conde de Cartaojal. Estaba compuesto por 20.000 hombres y tenía su cuartel general en Ciudad Real. Una de sus divisiones estaba bajo las órdenes del duque de Alburquerque. Por esos días la junta Superior de La Mancha abandonaba Ciudad Real para trasladarse primero a Almagro y más tarde a La Carolina, «al abrigo de cualquier sorpresa del enemigo».

Algún triunfo del ejército de La Mancha, como el logrado por el duque de Alburquerque en Mora, alarmó al mando francés que dispuso una concentración de fuerzas para hacerle frente. Al mando de ellas se nombró al general Horacio Sebastiani, uno de los jefes más apreciados por Napoleón que le recompensaría con numerosas condecoraciones y con el título de conde del Imperio. En el conglomerado de tropas de Sebastiani iba la división de dragones del general Milhaud, las brigadas de dragones del general Latour-Mabourg y los regimientos polacos al mando del general Valence.

Por decisión de la junta Central, las tropas del duque de Alburquerque pasaron a reforzar el ejército de Extremadura, con lo que el ejército de La Mancha se vio reducido en más de 4.000 hombres. El conde de Cartaojal lo dispuso a lo largo de los ríos Guadiana y Cigüela, desde Ciudad Real a Manzanares, dejando la reserva en Santa Cruz de Mudela y situando otras unidades en Daimiel, Almagro, Torralba y Valdepeñas. Una ofensiva dirigida hacia Toledo, atravesando la serranía de Las Guadalerzas, debilitó y dispersó aún más las fuerzas españolas, mientras avanzaba sobre La Mancha el ejército del general Sebastiani. El principal avance francés se produjo en la segunda mitad de marzo. Cortados los puentes en Villarta y en Arenas de San Juan y en Villarrubia de los Ojos, las tropas desviaron su marcha y decidieron cruzar el Guadiana por el puente de Alarcos, inmediato a Ciudad Real.

La batalla de Ciudad Real

El 26 de marzo de 1809 se presentaron los franceses frente a Ciudad Real «y después de haberse arrollado las grandes guardias y pasado el Guadiana, tuvieron que repasarlo por el denuedo de la caballería española; quedando a la vista las tropas unas de otras y durando el fuego de cañón y de las guerrillas todo el día. El 27 volvieron con tropas superiores los franceses y consiguieron pasar el río y arrollar, como el día anterior, las grandes guardias de Infantería y Caballería que cubrían los puentes. Desde luego conoció el conde de Cartaojal que le era imposible sostenerse en la posición en que se hallaba y dispuso una retirada a los puntos de Sierra Morena; mas ésta se ejecutó con tal precipitación y desorden, que más de 3.500 caballos huían a todo escape a la vista de un pequeño destacamento de polacos, que los persiguió hasta El Viso». Así narra la llamada batalla de Ciudad Real José Muñoz Maldonado en 1833. Y añade: «Los españoles que estaban persuadidos de la inferioridad del ejército de Sebastiani y confiaban en la superioridad de sus fuerzas, al ver en un instante disueltas todas sus masas sin proceder acción alguna general, manifestaron la mayor indignación y depusieron a su general en jefe Cartaojal ».

El general Jourdan, en sus Memorias comenta sobre estas dos derrotas españolas: «En otra parte de Europa, dos batallas como las de Ciudad Real y Medellín hubieran producido la sumisión del país y los ejércitos victoriosos hubieran podido continuar sus operaciones. En España sucedió todo lo contrario. Cuanto mayor fue el revés sufrido por sus ejércitos, más dispuestas se mostraron las poblaciones a sublevarse y tomar las armas.» En todo caso, el paso de Sebastiani por Ciudad Real fue fugaz. Dejó una pequeña fuerza de ocupación y marchó ese mismo a pernoctar en Almagro, para continuar al día siguiente hacia Santa Cruz de Mudela, donde desbarató a las tropas de reserva del general Lapeña. Con lo que allí prácticamente feneció el ejército de La Mancha. «De este modo, en marcha fulturante -escribe García Noblejas-Sebastiani llevó a su cuerpo de ejército desde Toledo a Sierra Morena en sólo seis días y combatiendo. Una verdadera proeza militar.»

Un día después de la derrota de Ciudad Real, las tropas españolas sufrían otro desastre en Medellín, donde el general Cuesta era derrotado por las tropas del mariscal Víctor. Como concluye Muñoz Maldonado, «la batalla de Medellín y la derrota de Ciudad Real esparcieron el terror por toda la península». Efecto de la desmoralización que supuso la derrota de Ciudad Real fue el gran número de desertores que se produjo. Hay una Requisitoria de la junta Suprema de Defensa y Armamento acerca de este problema: «Esta junta sabe con dolor que en algunos pueblos de la provincia de La Mancha se hallan abrigados desde la retirada de Ciudad Real, verificada en 28 de marzo último, muchos soldados, los más disfrazados, a la sombra de sus padres, parientes y amigos y bajo la protección de las justicias, quienes no tan sólo han defraudado a la Patria de estos defensores sino que con su mal ejemplo han fomentado la deserción y recargado con fatigas a los que cumpliendo sus deberes no se han separado de sus banderas.» Para ellos, caso de ser habidos, se estipulan penas de 500 ducados «a los pudientes» o de cuatro años de presidio.

Pronto las tropas del disperso ejército de La Mancha conseguirían reunirse y reorganizarse. El mando pasó del conde de Cartaojal sobre el que llovieron numerosas críticas de ineptitud al general Francisco Venegas. A mediados de mayo ya estaba de nuevo el ejército a pie de batalla. En una de sus divisiones formaba el llamado regimiento de Ciudad Real, junto al de las Ordenes Militares y al de Alcázar de San Juan.

En el Ayuntamiento de Ciudad Real hay una carta autógrafa de Wellington, duque de Ciudad Rodrigo   En el Ayuntamiento de Ciudad Real hay una carta autógrafa de Wellington, duque de Ciudad Rodrigo. Retrado de Goya. (National Gallery. 264 Londres.)

El 29 de junio se produjo una nueva entrada de las tropas francesas en Ciudad Real, siendo recibidos en nombre del Ayuntamiento por su Regidor decano perpetuo, don José de Torres, junto a otros regidores, en ausencia del Alcalde mayor. Pero inmediatamente la mayoría de las autoridades abandonaron la ciudad junto a buena parte del vecindario. Testimonio de ello es un oficio del Regidor decano, don José Torres, que debió sentirse aislado y expone que la entrada en la ciudad de «2.000 soldados de caballería francesa, ocasionó la fuga de las autoridades y casi todo el vecindario», por lo que «está ejerciendo dicha jurisdicción y cumpliendo a costa de todo desvelo y fatiga cuantas órdenes se le han comunicado». Pero la autoridad francesa no debió considerarle interlocutor válido.

Prueba clara de ello es, entre otros documentos, una carta del comandante de la ciudad, coronel del Tercer Regimiento de Húsares Holandeses, Roest d'AIkemade dirigida a un abogado de la ciudad, don José García: «Sabiendo que los miembros de la municipalidad de esta ciudad se han ausentado y como la subsistencia de las tropas exige que una persona distinguida de esta ciudad se encargue de procurar todo lo necesario para evitar los desórdenes que se ocasionarían si a una tropa no se la provee de víveres, no puedo por menos que encargárselo y, por tanto, le ordeno suplir las funciones del primer cargo municipal de esta ciudad. Supliréis sus funciones y yo haré que se os respete esta condición. Desearía que no pusieseis ninguna excusa y continuarais en el cargo hasta nueva orden. Yo invito a que tengáis la amabilidad de presentaros en mi alojamiento para recibir ulteriores órdenes.» Las disposiciones que, en el mismo legajo del Archivo Municipal, aparecen son todas sobre suministros a las tropas acuarteladas en la ciudad y sus alrededores, tanto en ese mes como en los anteriores. Por ejemplo, el 30 de marzo se exigen: «500 pares de zapatos, 500 carneros u ovejas, 50 arrobas de arroz, 100 arrobas de garbanzos, 300 arrobas de aguardiente, 25 mulas o machos aderezados para tiro y 40.000 raciones de galleta». El día 5 de abril, el Ayuntamiento en funciones contesta que «redoblando nuestros esfuerzos mandamos a todos los zapateros de esta ciudad que trabajen día y noche»; en cuanto a los carneros y ovejas «estarán prontos»; más difícil era cumplir el suministro de arroz, «pues no se encuentra en esta ciudad, pero se pasará orden a los pueblos inmediatos». De las demás peticiones se decía: «Con puntualidad se aprontarán los garbanzos», «no habrá falta en el aguardiente pedido», «aun cuando en esta ciudad por la ausencia de sus vecinos faltan las mulas, machos y carruajes, se dan las órdenes oportunas en las inmediaciones para facilitarlas, siendo posible». Como se ve el pedido era difícil de cumplir y las razones o excusas no faltaban. Extremo curioso era la petición de «galleta», el pan seco que se proporcionaba a las tropas o a los galeotes, cuyo nombre incluso les debía resultar extraño a los ciudarrealeños, acostumbrados al pan. De ahí que se conteste: «No hay en esta ciudad personas que fabriquen galleta, mas supuesto que militares franceses que residen aquí son inteligentes en hacerla, se dan las más activas disposiciones para proporcionar harinas y lo demás necesario.» En la entrada de finales de junio se exigen «25 reses vacunas, 200 carneros, 200 arrobas de vino, 150 fanegas de cebada, 120 fanegas de candeal, verduras, huevos, gallinas, frutas, limones y azúcar». Junto a la muerte y la violencia propias de la guerra, el peso del abastecimiento de un ejército sobre una ciudad era una de las mayores tragedias para su población.

El propio rey José se desplazó a seguir las operaciones en la región manchega. El 25 de junio estaba en Madridejos y el 28 en Villarrubia de los Ojos. Las reorganizadas tropas españolas tendrían un pronto fracaso en Almonacid, con más de 3.000 bajas, entre muertos y heridos, además de 2.000 prisioneros. El rey José asistió a esa nueva victoria de sus tropas.

La consolidación del poder francés

Por segunda vez sería rehecho y reorganizado el ejército de La Mancha en la zona de Sierra Morena, con tropas venidas del ejército de Extremadura. El mando se le confió ahora al general Francisco Ramón Eguía, al que le sucedería en octubre el general Juan Carlos Areizaga. Su objetivo era ambicioso: avanzar hacia el norte e intentar la conquista de Madrid. Y su inmediata consecuencia, otra monumental derrota, la de Ocaña, sufrida el 18 de noviembre, en la que el propio general Sebastiani resultaría herido. Fue ésta la gran victoria obtenida por el mariscal Soult, reforzado por las unidades del mariscal Víctor. Ello supuso que toda La Mancha quedara en manos de los franceses. Los españoles tuvieron 4.000 bajas y 14.000 prisioneros, muchos de los cuales concentrados en la huerta del convento de los Jerónimos de Madrid, conseguirían evadirse. Tras aquella batalla, el ejército de La Mancha practicó la táctica de tierra quemada. El mariscal Víctor le escribía al general Jourdan: «Toda la población de esta región se ha retirado después de destruir los hornos y molinos, llevándose todos los restos de comida. Parece que el enemigo está dispuesto a hacernos morir de hambre dejando un desierto ante nosotros (...). Nos amenaza el hambre total y únicamente podemos evitarla retirándonos, y no existen acantonamientos adecuados en todo el territorio entre el Tajo y el Guadiana: todo el país está arruinado.»

Ello supuso una consolidación de las posiciones francesas en La Mancha, muchos de cuyos pueblos fueron de nuevo ocupados. Entre ellos la propia Ciudad Real, confirmándose los temores expresados por su Ayuntamiento nada más tener noticia de la derrota de Ocaña. El general Víctor trasladaría su cuartel general a Almagro. Desde esta nueva situación de fuerza, el objetivo del rey José era la inmediata invasión de Andalucía. Las operaciones fueron rápidas y seguidas de continuos triunfos. El 31 de enero de 1810, José 1 estaba en Sevilla. En los próximos meses la principal ocupación de las fuerzas francesas en La Mancha fue la de mantener expeditas las comunicaciones y, para ello, controlar la acción de las guerrillas.

La guerrilla

La lucha contra los ejércitos napoleónicos aplantilló en el vocabulario internacional el término guerrilla como la táctica que proporcionó resultados más positivos, hasta el punto de servir de modelo a otros países europeos también invadidos por Napoleón.

La guerrilla es un tipo de lucha sin cuartel, sin horas ni días de ataque, un estado de guerra permanente. La partida de guerrilleros actuaba a cualquier hora y en cualquier lugar, no dando descanso al adversario y, por tanto, creándole una sensación de inseguridad. Cualquier pacífico campesino podía ser, en su momento, un guerrillero. Una guerra continua y de desgaste, en la que operaciones como el transporte de armas, municiones o suministros se hacían progresivamente más difíciles. Todo convoy debía ir convenientemente protegido; aun así, los guerrilleros, perfectos conocedores del terreno en donde se movían, de los pasos, de los desfiladeros, de cada árbol y de cada rincón a propósito para la emboscada, solían asaltar incluso a los convoyes más protegidos. En carta al general Belliard, escrita desde el cuartel de Villarta de San Juan, el general Gobert escribía sobre esta situación: «Toda mi tropa ha quedado aquí, a excepción de los soldados retrasados que han sido muertos por los paisanos y cuyos cadáveres han sido reconocidos por seis hombres llegados más tarde que los anteriores. Este hecho prueba la animosidad de algunas gentes del país contra nosotros (...). Yo estoy seguro de no encontrar más que buenas caras por todas partes a la cabeza de mi División, pero el hombre aislado y los correos tendrán siempre muchas penas que pasar.» Un manchego de Ciudad Real, combatiente en aquella guerra, Julián Alonso, escribe sn sus memorias inéditas: «Nuestra mayor ventaja era saber perfectamente el terreno, y las noches eran para nosotros el baluarte de nuestra salvación. Cada paisano era un centinela vivo para darnos noticias de forma que los franceses eran vigilados constantemente, teniendo precisión de hacer sus movimientos a la luz del día.» De ahí la dureza del mando francés para evitar estas acciones. En el Archivo Municipal hay una orden del general en jefe, fechada el 13 de abril de 1809, cuando mayor era la presencia francesa en La Mancha, suficientemente expresiva: «Cuando se asesine a algún francés, se arrestarán inmediatamente cuatro de los habitantes del distrito en que se haya cometido el asesinato; si los delincuentes no son entregados en el término de cuarenta y ocho horas serán ahorcados los dichos cuatro habitantes. Si se reincide, la ciudad, villa o aldea será entregada al saqueo y los habitantes, todos pasados a cuchillo. Como puede suceder que se cometa el asesinato en el territorio de un distrito y que se halle más cerca del lugar del crimen un pueblo perteneciente a otro, se arrestarán por primera providencia cuatro habitantes de cada uno de los distritos, a quienes se les impondrá el mismo castigo. Toda persona que se halle sin un pasaporte del comandante francés será arrestada, y si no hubiera comandante deberá el pasaporte estar firmado por el alcalde del distrito, quien pondrá su sello en él. Toda persona que se encuentre armada será ahorcada en el término de veinticuatro horas. Esta mi orden será leída en el púlpito y publicada en todas las ciudades, villas y aldeas de La Mancha.»

La sorpresa, la retirada y la dispersión de los miembros de la partida son tres principios básicos de la táctica guerrillera. La sorpresa es elemento fundamental. «Tan pronto aparecíamos en Extremadura -recuerda Julián Alonso-, como en La Mancha, en tierra de Toledo o en los pinares de Cuenca.» Pero si el encuentro se torna adverso y la superioridad numérica del enemigo lo aconseja, la retirada constituye la mejor solución. La partida huye y se esconde. Si el triunfo del enemigo se hace frecuente y la partida no ve posibilidades de resistir, lo aconsejable es la dispersión. Los miembros de la partida volverán a reagruparse cuando pase el peligro o se unirán a otras partidas. La movilidad es, pues, otra de sus características, de la cual deriva, en gran medida, la supervivencia del grupo. El ciudarrealeño Julián Alonso, que continuó parte de su vida en la profesión militar, relata en sus memorias inéditas algunos casos curiosos de cómo este vivir precipitado era connatural con la guerrilla: «El día del Señor estábamos acampados cerca de la ermita, con los caballos de la brida oyendo misa; acababa el sacerdote de consumir cuando oímos algunos tiros procedentes de nuestras avanzadas, y fue tal el avance de la caballería enemiga que sólo tuvimos tiempo de montar y al trote largo ganar terreno. Tan apurado estuvo el caso que el capellán tuvo que montar a caballo con todos los ornamentos, y cuando marchábamos a galope con el aire se le alzaba la casulla de tal modo que parecía San Ildefonso cuando bajó a saludar a la madre de Dios, sólo que el santo no estaba a caballo.»

El ejército napoleónico se vio obligado a un constante aumento de sus efectivos en España, cuya superioridad numérica contrarrestase la eficacia de las partidas. Necesitó cada vez más hombres para proteger sus convoyes y asegurar las comunicaciones entre sus unidades, en lucha con un enemigo casi fantasmal, que aparecía y se esfumaba, llevando siempre la iniciativa en el combate, cayendo como ave de rapiña en el momento más oportuno, para volar luego a lugar seguro con el triunfo de la operación y el botín obtenido. También es cierto que, en un principio, muchos de estos guerrilleros se defendían del pillaje de las tropas francesas. El propio

Napoleón lo reconocía en sus Memorias en el destierro de Santa Elena: «Las guerrillas se formaron a consecuencia del pillaje, de los desórdenes y de los abusos de que daban ejemplo los mariscales en desprecio de mis órdenes más severas.» Recordaba Napoleón la avidez de botín que caracterizó al general Soult, uno de sus jefes más brillantes en el campo de batalla.

Precisamente por su condición de tierra de paso, en la que el ejército necesitaba tener puntos de apoyo y rutas expeditas, La Mancha fue durante esos años región de guerrilleros. Aunque hay numerosos testimonios de acciones guerrilleras durante 1808, propiamente su actividad más importante y eficaz comenzó el siguiente año. Gómez de Arteche escribe: «En aquel año de 1809 puede decirse que comenzó la era que tan eficaz había de resultar de los guerrilleros en la feliz y memorable lucha de la independencia española.»

Los guerrilleros

En la nómina de los guerrilleros que actuaron por esta región hay que recordar algunos nombres. Uno de los más famosos, nacido en Valdepeñas, fue Francisco Abad Moreno, Chaleco como era conocido, que se lanzó a la lucha como soldado voluntario en marzo de 1809, antes de constituir una partida. Entre sus numerosas acciones fue destacable la llevada a cabo en Ciudad Real, donde su partida entró el 31 de diciembre de 1811, causando siete muertos y varios heridos a los franceses. Como resume Eusebio Vasco, «después de 78 acciones de guerra, con la incomunicación e interceptación de correos, fue la muerte de 1.350 franceses lo que le valió que don Francisco Javier Castaños le expediese el Real Despacho de coronel». Como otros muchos héroes populares de la guerra, de los que el Empecinado sería el modelo, Chaleco se sumó al movimiento liberal de 1820 y fue luego víctima de la represión absolutista de 1823.

Otro de los guerrilleros conocidos en la región manchega fue Ventura Jiménez, un rico labrador de Mora de Toledo, que con su partida, llamada de «Observación de la izquierda del Tajo», bajó en diciembre de 1810 hasta Puertollano y Abenójar; otro sería el escribano don Isidoro Mir, cuya guerrilla era conocida como la de los cazadores de Africa; otro sería Francisco Sánchez, Francisquete, nacido en Camuñas; o don Juan Palarea, el médico, murciano de origen; o José Velasco, de Manzanares; o don Toribio Bustamante, el caracol.

Una mención aparte precisa uno de los guerrilleros más famosos, tanto durante la lucha de la Independencia como durante el Trienio Liberal y en la primera guerra carlista. Es el único que conocemos nacido en el propio Ciudad Real: Manuel Adame, que sería conocido como Locho o El Ocho. Había nacido a finales del siglo XVIII, de una familia muy humilde, «siéndolo tanto su juventud -escribe Antonio Pirala- que a los once años era porquero, y cuando creció en años y en fuerzas, se dedicó a jornalero, hasta que en la invasión francesa sentó plaza del soldado, separando~ se o desertando al poco, para volver a La Mancha a hacer la guerra sin sujeción a la disciplina. De espía del Gobierno prestó importantes servicios a la causa nacional; no prestándolos menos por su valor y audacia en la partida de don Ventura Jiménez, de cuyo mando se encargó al fin. A la conclusión de la guerra tenía el grado de alférez y se retiró con una pensión de diez reales diarios».

La Junta de Ciudad Real

Un aspecto característico de este proceso histórico fue la sustitución de la autoridad legítima venida del Rey por una autoridad nacida del pueblo, precisamente por el vacío de poder que se había producido y la necesidad de hacer frente a la guerra. En todas las ciudades donde, de una u otra manera, el levantamiento contra el ejército invasor se había producido, la sublevación popular vino acompañada de la formación de juntas. Fueron numerosos los casos de ciudades y pueblos en los que ante la noticia de la llegada de una columna francesa, las autoridades legítimas optaron por la huida, dejando al pueblo en la necesidad de improvisar una autoridad que, al menos, parlamentase con las tropas ocupantes. Como escribe Miguel Artola, «es en provincias donde se pone de manifiesto con total evidencia la radical ruptura del viejo sistema y el pavoroso vacío que dejó tras de sí la ausencia de todo poder que pudiéramos llamar, en sentido jurídico, legítimo». En casi todas las proclamas de estas improvisadas autoridades que se constituyen como juntas Supremas de Gobierno se hace mención concreta a la soberanía que asumen, venida precisamente del pueblo. En cuanto al primer objetivo de esta autoridad es precisamente el de dirigir la marcha de la guerra, organizar la lucha, coordinarse con otras juntas y llegar a crear una autoridad central. El caso de Ciudad Real es muy ilustrativo. En agosto de 1809, cuando sus habitantes tienen noticia de la proximidad de tropas francesas, se constituye una Junta Popular que asume el Gobierno de la ciudad, cuyas autoridades legítimas, han huido. Un documento del archivo municipal lo describe con gran precisión: «En Ciudad Real a 18 del mes de agosto de 1809, nosotros los vecinos existentes en ella (...) decimos que habiéndose esparcido la voz de que se dirigía a esta ciudad un ejército de tropas francesas, aterrados los más vecinos con semejante enunciativa, se dieron al pavor y a la fuga, desamparando sus casas y sus haciendas para tomar refugio en los pueblos inmediatos.(...). Siendo como las dos de la tarde de ese mismo día se entró rápidamente en la ciudad una avanzada de dicho ejército compuesta de 40 soldados y su comandante y entrando éste con 10 de aquéllos, quedándose los demás en la puerta de Calatrava, no encontraban siquiera a quién preguntar por el corregidor, el cual se había ido ya al pueblo y el alcalde mayor y, a su ejemplo, los regidores, síndicos, alguaciles y demás individuos que habían de favorecer al pueblo, y viendo algunos de nosotros el peligro en que estaba la ciudad (...) sacudimos el temor, animados de un celo verdadero y patriótico, saliendo al encuentro de la avanzada francesa, haciendo cabeza el señor don José Aguilera a ofrecerle los recursos que necesitase e interceder para que no se hiciese daño en el pueblo; y siendo recíproca la correspondencia y gratitud del comandante, pidió se le diera jamones, vino, cebada y pan, prometiendo a los vecinos toda seguridad y quietud, cuyos víveres se le franquearon al punto.»

Lo más importante es que estos mismos vecinos, «considerando que era necesaria una autoridad pública que entienda en la Administración de justicia y Gobierno del pueblo, sin la cual no puede subsistir el orden público, habiendo caído la jurisdicción en el pueblo y el Gobierno, por el abandono de los que tenían estos empleos, usando pues de este derecho público, que es muy conforme con el natural y positivo, a una voz nombramos y elegimos para corregidor al señor Licenciado don Alfonso Pastor, abogado de los Reales Consejos (...) y en seguida considerando también ser preciso crear una junta de Gobierno, se tomaron los votos y fueron nombrados los señores curas de las tres parroquias de esta ciudad; el señor don Esteban Sánchez de León, de la de Santiago; el Reverendo Padre Prior del convento de Santo Domingo; los señores Licenciados don Raimundo Quirós, don Antonio Buro, don Manuel García Roma y don Angel Enríquez (...) a los cuales les dimos poder y facultad para que los regenten y sirvan hasta que la soberana junta Central en otras circunstancias provea sobre las propiedades de los mismos empleos». Un verdadero ejemplo de serenidad y madurez políticas, aunque no faltase luego quienes tildasen a estos hombres de afrancesados, colaboracionistas y traidores. Las críticas solían venir precisamente de aquellos que apenas oyeron que los franceses se aproximaban, pusieron pies en polvorosa, «dejando al honrado e infeliz pueblo -como aduce otro informe de la junta- sin Gobierno, sin fondos, sin recursos, sin consejos, en manos de peligros terribles y angustiosos, cuando el verdadero patriotismo no puede consistir en otra cosa, sino en hacer grandes esfuerzos y exponerse a ciertos riesgos por la conservación y la prosperidad de la patria».

Efectuada la nueva división administrativa de España siguiendo el modelo francés, el Gobierno de José I creó la Prefectura de La Mancha y se nombró para desempeñar tal cargo a un característico ejemplo de afrancesado, don Florentino Saráchaga e Izarduy, un abogado bilbaíno establecido en Ciudad Real, casado con una cántabra, doña Micaela de Uría y Alcedo, también de familia afrancesada. Ya había ejercido Saráchaga el cargo de Intendente de La Mancha durante 1809. Desde 1810 hasta 1812, en que los franceses abandonasen la provincia, desempeñó el cargo de Prefecto, siendo una de sus principales actividades en la provincia la recaudación de contribuciones especiales con que la ocupación francesa presionaba a la población. Ni que decir tiene que esta colaboración con el invasor fue razón suficiente para que en 1812 se exiliase a Francia.

Relación para la cobranza de la contribución sobre las casas

Otra de las instituciones establecidas por el mando francés en La Mancha fue el Tribunal o Comisión Criminal, cuyo objetivo era juzgar, como delitos criminales, las acciones de guerra contra el ejército francés. Tenía su sede en Manzanares, pero entre sus miembros había algunos abogados de Ciudad Real como Fernando Camborda y Núñez, Antonio de Porras, Raimundo Quirós y Antonio Orozco, este último oficial de Contaduría del Ayuntamiento de Ciudad Real. La actuación de este tribunal fue muy severa. Tras el fin de la lucha, un guerrillero, Fernando Cañizares, atestiguaba que los miembros de aquel tribunal «fueron crueles verdugos de un gran número de buenos españoles, a quienes con sus inicuas sentencias quitaron la vida, de ellos sin otro delito que el ser amantes de su rey, religión y patria». La última ejecución dictada por este tribunal se llevó a cabo el 5 de junio de 1812, justamente la víspera de la retirada de los franceses de La Mancha.

El año 1812 fue decisivo en la marcha de la guerra. Al tiempo que las tropas hispano-inglesas eran superiores en efectivos y eficacia, la acción de las guerrillas continuaba y las fuerzas francesas no tenían las mismas posibilidades de respuesta ni de renovación de sus efectivos. La división de la Confederación del Rhin, el grueso de las fuerzas francesas situadas en La Mancha, al mando del general Treilhard, estaba progresivamente en situación más precaria, manteniendo el cuartel general en Manzanares y sólo con guarniciones permanentes en Almagro y Villanueva de los Infantes.

Su posición se hizo aún más difícil cuando a comienzos de enero, una división española, cuyos efectivos se acercaban a los 5.000 hombres, al mando del general Pablo Morillo, avanzaba sobre La Mancha, cumpliendo órdenes de la Junta de Subsidios, subdelegada de la Junta Superior de La Mancha, al objeto de acopiar granos y subsistencias en la zona. La resistencia francesa fue muy débil y el 15 de enero, el general Morillo entraba en Ciudad Real, para continuar luego su marcha.

Mientras tanto, en Ciudad Real tenemos noticias del establecimiento de las autoridades afrancesadas como de la secreta resistencia de sus habitantes buscando la colaboración con las tropas del ejército hispano-inglés mandado por Wellington. En noviembre de 1811 hubo elecciones municipales, en las que fueron elegidos para constituir el Ayuntamiento Manuel Messía, Alvaro Maldonado, Manuel García Rouna, Juan Hidalgo, Angel Enríquez, Miguel Recio, Francisco García Calvo, jerónimo Alcázar, Manuel Forcallo y Tomás Mohíno. El 16 de diciembre de 1812 esta junta juraba «fidelidad y obediencia al Rey de España y de las Indias José Napoleón I, a la Constitución y a las Leyes».

A mediados del mes de julio las tropas francesas se retiran de la provincia. Inmediatamente se reponen en los cargos que habían tenido hasta la invasión de 1808 sus titulares. Así vuelve a ser corregidor de Ciudad Real don Diego Muñoz y regidores perpetuos don Vicente Curruchaga, don José Torres de Navarra, don Ramón Muñoz y don Antonio Hidalgo; también vuelve como procurador síndico don Juan Salcedo. Existe en el Archivo Municipal una carta, que publicamos en 1964, en que el Generalísimo del ejército hispano-inglés se dirige, de su puño y letra, a tres de estos miembros de la municipalidad, representantes de la resistencia de Ciudad Real al gobierno intruso, para agradecerles su colaboración: «He tenido el honor de recibir la muy atenta de V. SS. (Vuestras Señorías) del 23 del corriente en que se sirven darme la enhorabuena por las ventajas últimamente conseguidas por el ejército aliado de mi mando.

Me son muy lisonjeras las expresiones de que se valen V. SS. en nombre de esa provincia y su capital, para manifestar el júbilo que han demostrado los habitantes de La Mancha al verse libres del cruel yugo del enemigo.

Aprecio mucho las ofertas que V. SS. me hacen, alegrándome de ver cuán dispuestos están los habitantes de esa provincia a contribuir a su independencia.

Nuestro Señor guarde la vida de V. SS. muchos años.

Madrid, 28 de agosto de 1812. Wellington, Duque de Ciudad Rodrigo.»

Un débil liberalismo

Durante la guerra de la Independencia, España había vivido una revolución. Como todas las ciudades españolas, Ciudad Real había sido protagonista y testigo de los sustanciales cambios que la doble dimensión, internacional y nacional, de aquella guerra había introducido en todas las facetas de la vida pública y aun de la mentalidad de los españoles. La defensa del Rey absoluto, de la «indisoluble unión del Altar y el Trono», de la ortodoxia religiosa y política, a veces con perfiles de fanatismo, caracterizarían a una parte de la sociedad, mientras que la defensa de la libertad, de la Constitución y del nuevo orden que ambas habían introducido serían los supremos valores de otro importante sector de la población.

A partir de 1814, Ciudad Real vivió esa división política y esa doble opción de la vida pública. Los años del Sexenio absolutista fueron de pleno restablecimiento del Antiguo Régimen y de represión de quienes, de grado o por fuerza, habían colaborado con el invasor o habían mostrado inclinaciones al régimen constitucional. Pero la semilla del liberalismo había prendido en la vida española, hasta el punto de que fuera España modelo y estímulo para otras naciones europeas dominadas por el absolutismo monárquico restablecido por el Congreso de Viena y por la Santa Alianza.

El levantamiento de Riego en 1820 abrió la nueva etapa liberal presidida por el restablecimiento de la Constitución de 1812. De sus inmediatos efectos en Ciudad Real no tenemos demasiadas noticias. Por una carta publicada en el periódico La Ley, que recoge Alberto Gil Novales en su libro sobre las Sociedades Patrióticas, sabemos que la noticia de que el rey había aceptado jurar la Constitución llegó a Ciudad Real el 10 de marzo «y fue recibida con general indiferencia». Según esa fuente, sólo un artesano se asomó al balcón del Ayuntamiento a proclamarla «y estuvo a punto de morir asesinado». También conocemos la proclama que el jefe Político interino dirigió «a los habitantes de la provincia de La Mancha» a comienzos del siguiente mes de mayo, en la que pretendía que se olvidaran «aquellos desgraciados días en que dejó de regir esta preciosa Carta que inmortaliza el nombre de los Padres de la Patria que, con vosotros, la sancionaron». Se presentaba ante los perplejos manchegos, escasamente conscientes de su cambio de súbditos en ciudadanos, cuánto significaban la libertad y su consecuencia más inmediata, la Constitución. «Ya vais a tener representación nacional, y por su medio vosotros mismos tendréis parte en la formación de las leyes bajo las que habéis de vivir y concederéis aquellas contribuciones meramente indispensables para el régimen, decoro y dignidad de la Nación. Ya tenéis autoridades municipales y provinciales; y elegidas también por vosotros promoverán vuestra felicidad (...). Ya tenéis jueces y tribunales independientes, sujetos sólo a la ley y os administrarán justicia con imparcialidad y sin temor de los amaños y arbitrariedades ministeriales.» Toda la esencia del programa y aún de la utopía liberal. «En tanto vosotros -concluía- seréis justos y benéficos como la Constitución y la religión a la vez nos lo mandan.» El jefe político, Antonio Quartero, no dudaba de que los cambios serían la garantía de un mejor tiempo para la región: «Entonces saldrá La Mancha de la decadencia en que yace tanto tiempo ha; prosperará la agricultura, esa inocente y honrosa profesión a que con preferencia os dedicáis, mis queridos paisanos; se mejorarán las artes, cuyo fomento es indispensable para remedio de las necesidades de la vida; progresará el comercio, dando salida a vuestras producciones y facilitando las que os hagan falta; la paz y la abundancia reinarán en vuestras familias; la ilustración y los conocimientos se irán aumentando en vuestros hijos.

Sabemos también que, pese al escaso ambiente «constitucional», algunas de las instituciones sociales nacidas al hilo de la mentalidad liberal tuvieron presencia, aunque fuese muy fugaz y minúscula, en Ciudad Real. Por ejemplo, los cafés. El citado periódico liberal añadía: «En honor de la verdad no podemos por menos de confesar que, por otra carta fidedigna, sabemos haberse establecido en Ciudad Real, a ejemplo del café de Lorencini, otro café, llamado de Canini, donde se reúnen los ciudadanos amantes de la Constitución, a leer los papeles públicos, tratar de los medios de consolidar el sistema, iluminar al nuevo Ayuntamiento Constitucional e ilustrar al pueblo en sus derechos.» Por cierto que, muy pronto, protestó el dueño de tal café, diciendo que «se llamaba Tomás Cano», que no tenía nada que ver con el madrileño café de Lorencini y que «era manchego por los cuatro costados».

Incluso otro diario madrileño, El Universal, publicó unas octavas reales con el título de La Sociedad de patriotas del Café de Cano en Ciudad Real a sus dignos diputados en Cortes, con toda la retórica de la época y las numerosas advocaciones a la libertad y a la patria. También es preciso recordar, incluso merecería una semblanza biográfica, a un ciudarrealeño que, emigrado a Madrid, fue uno de los principales redactores de uno de los periódicos abanderados del liberalismo más exaltado, El Zurriago, cuya publicación duró hasta el fin del Trienio. Se trata de Félix Mejía, cuya familia vivía en el barrio de Santiago y del que tenemos escasas noticias, salvo su profesión de «agente de negocios», su actividad revolucionaria en Madrid y su posterior traslado a Cádiz «con ánimo de embarcarse para las Américas».

Pero, como hemos advertido, tales muestras de liberalismo no debieron hacer excesiva mella en la tranquila población manchega, muy tradicional en sus costumbres, muy condicionada a la voz de la Iglesia y muy distante a cuanto supusieran los valores de la «ilustración». El régimen liberal apenas prendió en Ciudad Real. Mas aún, tenemos suficientes testimonios para afirmar que, por el contrario, estimuló una reacción absolutista, a la que contribuyeron y aun capitanearon algunos de los guerrilleros de la pasada lucha contra los franceses, entre los que se produjo también una significativa división. Hubo algunos que optaron por la defensa de los valores de la libertad y, en consecuencia, del régimen constitucional. Modelo de ellos podría ser Juan Martín «el Empecinado», o en la región manchega el guerrillero «Chaleco», que se sumó muy activamente al levantamiento de 1820. Durante el Trienio liberal llegó a ser Comandante General de La Mancha, contribuyendo a disolver otras partidas de «facciosos» absolutistas. Pero como le ocurrió al «Empecinado», cuando se restableciese el absolutismo «Chaleco fue hecho prisionero en Albadalejo por las fuerzas realistas en diciembre de 1823, pasando a la cárcel de Valdepeñas, donde se le instruyó proceso, y luego a la de Granada, de donde salió para ser ahorcado el 21 de septiembre de 1827.

«Desde alguna distancia presenta Ciudad Real un agradable aspecto que resulta de sus edificios, murallas e ingresos, acompañado a unos dos mil pasos de arboledas, viñas y olivares; pero acercándose a sus puertas causa disgusto ver arruinadas en varios trechos sus murallas, aunque reparadas durante la última guerra civil, que podían haberse conservado con más facilidad que en otras ciudades por ser modernas y no haber sufrido grandes ataques.» Pascual Madoz: Diccionario, 1850.

Pascual Madoz: Diccionario, 1850.

Sin embargo, otros guerrilleros habían optado por la defensa del absolutismo. En Ciudad Real un ejemplo podía ser el de Manuel Adame «el Locho», al que nos hemos referido anteriormente. Entre los documentos que prueban ese rechazo de la población de Ciudad Real al régimen constitucional los hay, en gran número, sobre desórdenes públicos o sobre medidas para evitarlos. Pero considero especialmente revelador un informe que el jefe político de Ciudad Real, Pedro Laynez, dirige al comandante de la plaza: «Desde que llegó a esta capital el escuadrón del Regimiento de Caballería de Alcántara se han oído voces de que sus miras se dirigían a aumentar el espíritu público hacia el sistema que nos rige, en prueba de ello se ha querido obligar a algunos paisanos a que griten viva la Constitución y aun se ha dicho que era necesario perseguir al paisanaje por la apatía e indiferencia con que mira el sistema. Mas aún, fueron heridos dos paisanos por soldados de dicha caballería en diferentes puntos de la ciudad sobre cuya averiguación por mi parte he tomado las disposiciones oportunas y creo que V. S. tendrá hecho lo mismo.

Es necesario persuadir que los habitantes de Ciudad Real si no vocean aclamando la Constitución con aquella exaltación que se apetezca por algunos es por razón de su genio callado y dócil y porque el atraso en las luces no les permite un pronto conocimiento de las instituciones para aclamarlas con la efervescencia que se desea.»

Por el periódico El Espectador sabemos de un motín que tuvo lugar en la noche del 19 de noviembre de 1821, originado al parecer como reacción a un supuesto proyecto de uno de los escasos grupos liberales que «pretendían fundar la República Iberiana en Ciudad Real», lo que denota de forma muy depresiva y hasta cómica el clima de la época. Más verosímil es que, a ejemplo de Madrid, donde la Guardia Real encabezó un movimiento contrarrevolucionario, seguido por otras ciudades, también en Ciudad Real se diera una acción de este tipo en 1822.

La reacción absolutista

El ambiente era más que propicio para que la reacción absolutista de 1823 encontrase inmediato eco. Una prueba de ello era la creación de una tropa de Voluntarios Realistas que asegurase el retorno del absolutismo y rechazase el escaso impulso de los Milicianos Nacionales. Aunque bien es cierto que tampoco el entusiasmo de los ciudarrealeños lograra cubrir la cifra de 300 Voluntarios Realistas que la Real Orden de 17 de noviembre de 1823 había adjudicado a la ciudad y se redujesen a 75 los voluntarios, incluidos jefes y oficiales. La apatía era característica de la vida cotidiana. Si escasa adhesión había provocado el sistema constitucional, tampoco parecía el Ayuntamiento apresurarse a restablecer los símbolos del absolutismo. El 11 de mayo de 1823, Manuel Adame «Locho», comandante del regimiento de Caballería de los «Defensores del Rey», exigía desde su cuartel general en Almagro: «Me es muy sensible el que a estas horas no hayan Vdes. derribado y demolido la lápida de la Constitución, habiendo restablecido al mismo tiempo el Ayuntamiento que había en los primeros de 1820, excluyendo si hay en él algún individuo que se haya interesado por el sistema constitucional. Por tanto, mando que a las dos de esta tarde ha de quedar ya todo verificado y de lo contrario exigiré a los alcaldes y Ayuntamiento actuales una fuerte multa, con las demás medidas que tenga que dictar.» La obligación de contribuir a la intendencia de los cuerpos de Infantería y Caballería del ejército realista que contaba con ayuda europea, los «Cien Mil Hijos de San Luis», hizo que la carga económica sobre los vecinos de Ciudad Real no contribuyese mucho al entusiasmo por la nueva situación política, sino por el contrario, «a la indiferencia, a la apatía y el escaso cumplimiento a la nota de afecto a nuestro amable monarca y augusta religión».

De nuevo la represión se abría sobre la vida de la ciudad. De ahí que sean numerosas, en el Archivo Municipal, las instancias de los ciudarrealeños dispuestos a hacer patente su total lealtad al rey y de haberse mantenido «adieto a la sagrada persona y Gobierno de Su Majestad y enemigo de la rebelión por cuyo motivo he sido perseguido de sus funcionarios desde el momento en que establecieron su tiránica dominación». Por desgracia no sería la única vez que este tipo de expresiva humillación se diera en las ciudades de la España contemporánea.

La vuelta al sistema absolutista no mejoró las condiciones de vida de la ciudad. Dos causas contribuyeron fundamentalmente a ello: las malas cosechas y, por congruencia, la crisis de subsistencias y el peso de las cargas fiscales. El año 1824 fue un mal año agrícola, de los que marcaron en toda Castilla una crisis de hambre. En la documentación municipal hay numerosos testimonios de esta situación «sobre la falta de pan que generalmente se experimentaba en esta población y recurrir por todos los medios que le fuesen dables a esta corporación a remediar un mal que podría ocasionar después de la necesidad notoria otros muy desagradables». Hubo una serie de disposiciones a fin de afrontar tal situación como la de abrir una sucripción entre «las personas más distinguidas por sus facultades y patriotismo» para poder mantener el pan «a un precio moderado», la aportación por parte del Ayuntamiento del grano procedente de las tierras de Propios y la orden a las aldeas anejas para que no vendiesen granos sin permiso del Ayuntamiento.

En cualquier caso, si atendemos a las noticias de 1827, el estado de la ciudad era sumamente precario. La sesión del Ayuntamiento del 19 de julio refleja en su acta «el estado por que atraviesa la ciudad, después de las luchas que han acompañado al restablecimiento del régimen absolutista», junto «a la esterilidad notoria de los años 1824 y 1825» y la carga contributiva de 438.348 reales que debe a la Real Hacienda como consecuencia de la cuota contributiva que se le había impuesto en 1718 y 1719, todo lo cual mantiene «a sus habitantes en un estado de absoluta ruina por falta de recursos aún para su precisa subsistencia». El Ayuntamiento se pregunta: «¿Quién que tenga conocimiento de esta población que no llega a dos mil vecinos y su mayor parte pobres, casi mendigos, jornaleros, menestrales y empleados, y muy pocos labradores medianos y sin otra subsistencia, no conocerá la imposibilidad de cumplir tan excesiva carga contributiva?»

Los últimos años del período fernandino

Lista para cobranza del subsidio industrial de 1835

Las noticias que tenemos de los últimos años del reinado de Fernando VII nos revelan una ciudad con una población superior a los 9.000 habitantes que continúa preocupada por los problemas del abastecimiento, consecuencia de las escasas lluvias y de las cortas cosechas, atemorizada por la amenaza del cólera que se había manifestado en otros países y de Europa avanzaba hacia España, con un Ayuntamiento de arcas exhaustas y unas parroquias enredadas en querellas de precedencias. El año 1830 debió ser de climatología muy dura para la región, por las muchas noticias que se conservan de rogativas a la Virgen del Prado «atendiendo los clamores del pueblo por la escasez de aguas que se experimenta y el detrimento de los campos». Algunos de estos actos religiosos organizados por el Ayuntamiento eran pagados con los bienes de Propios. Pero sabemos que éstos se encontraban en una situación desesperada, en primer lugar por el gran quebranto que habían tenido durante la grave crisis de hambre y epidemia de 1803 y 1804. De la situación del Ayuntamiento dan idea estas líneas que tomamos de su libro de Actas de 1831, en que refiriéndose a los actos religiosos justifica «que es bien notorio que apenas pueden conducirse los bancos a las iglesias ni vestirse los maceros por su quebranto e indecencia en términos que en la próxima pasada función de bendición de los ramos se vio el Ayuntamiento abochornado por el clero de las tres parroquias por no poder ponerles ni un solo banco útil en donde, como era regular, se colocaran los señores eclesiásticos según uso y costumbre de tiempo inmemorial». Quizá esa situación de penuria en que vive la ciudad explica «los disturbios y alborotos promovidos por el clero de las distintas pairo= quias en cuanto a precedencias, derechos y atribuciones y competencias». No se debía tratar sólo de un problema de antigüedad o preminencia sino también de limosnas y atenciones oficiales, pues el mayor conflicto se presentaba entre la parroquia de San Pedro, en cuya jurisdicción estaban las Casas consistoriales y por la que tomaba partido el propio Ayuntamiento, y la parroquia de Santa María del Prado, la más antigua de la ciudad. Hay un larguísimo alegato delcura de Santa María, don Esteban Ramón Sánchez de León, temeroso de que las rogativas por el cólera se le encarguen a San Pedro lo que considera para la de Santa María como «un despojo inaudito y violento de la posesión antiquísima e inmemorial en que se halla», siendo además «la iglesia de la Patrona de esta ciudad, la mayor y principal de ella y el depósito honorífico de los reales pendones y estandartes que se han levantado en las reales proclamaciones». El alegato del párroco de Santa María levanta una airada protesta del Ayuntamiento que lo considera lleno de «inexactitudes» e incluso «de malicia». La argumentación municipal es muy interesante por la descripción que hace de la jurisdicción de San Pedro: «Las Casas Consistoriales se hallan en la Plaza Real, todo de la parroquia de San Pedro, que en ella están el reloj único de torre, la campana que avisa a las de las dos parroquias en los tres toques de aurora, mediodía y oscurecer, las cárceles reales y de la Santa Hermandad, la carnicería, matadero y Pósito, el pilar y el cuartel de milicias, el hospital convento de San Juan de Dios, los antiquísimos de San Francisco y Santo Domingo, las ruinas del Alcázar Real, el santo calvario, el solo pozo de agua potable, el llamado de don Gil, el busto del real fundador de la ciudad en la capilla mayor y la muy atendible circunstancia de que Alarcos mismo se encuentra en la colación de San Pedro, lo que induce a creer que su iglesia será la primera que tuvieran los emigrados reunidos en este recinto.»

El reinado de Isabel II

Pese a la presencia que el carlismo tuvo en la provincia, la capital que, como hemos visto, tuvo que soportar frecuentes asedios de las partidas carlistas, se mostró siempre leal a la monarquía constitucional encarnada por la reina Isabel 11. El día 17 de noviembre de 1833 se proclamaba solemnemente a la reina en las calles de Ciudad Real. Funciones religiosas, tres días de iluminación general en las calles y plazas, tres corridas de novillos en la Plaza Mayor y funciones de teatro eran prueba de la solemnidad. El Alférez, Mayor, don Angel Castellanos, ondeando el pendón de la Villa en el balcón del Ayuntamiento, daba el grito tradicional: «Castilla, Castilla, Castilla, Ciudad Real, Ciudad Real, Ciudad Real y su provincia de La Mancha por la católica real persona de Su Majestad la Señora Reina doña Isabel, segunda de este nombre, que Dios guarde y prospere», al que el pueblo contestaba con un triple viva y un triple amén. Seguiría una procesión cívica por las calles de la ciudad. Por la tarde, en la casa del Alférez Mayor, casado con doña Ana María Bermúdez, señora del lugar de Santa María del Guadiana, se celebró una fiesta en la que se sirvieron «distintas bebidas, chocolate, tostadas, bizcochos, escogidos habanos y a cada convidado un cucurucho de dulces para que participasen las respectivas familias». También se enviaron dulces y refrescos a los conventos de la ciudad.

En cuanto a la estructura social de la ciudad, según el padrón de 1834, la parroquia de Santa María contaba con 307 vecinos contribuyentes y 205 clasificados como «jornaleros y pobres»; la de San Pedro con 265 contribuyentes y 150 del otro grupo; la de Santiago, con 178 de los primeros y 100 jornaleros y pobres. En el mismo año, los diez primeros contribuyentes de Ciudad Real eran don Diego Muñoz y Pereyro, con 5.156 reales de contribución; don Francisco Medrano (3.010 rs.), don Alvaro Pedro Maldonado (2.234 rs.), don Juan Bautista Treviño (1.846 rs.), don Manuel Forcallo (922 rs.), don Miguel Recio (564 rs.), don Manuel González Maza (470 rs.), don Joaquín Maldonado (416 rs.), don Vicente Miguel (388 rs.) y don Tomás de Campos (338 rs.). A comienzos de la siguiente década, según la estadística municipal de 1841, encabezaban la contribución urbana doña Ana Maldonado, con 10.400 reales, seguida de doña Cortes Guerrero, con 5.585, de doña Josefa Picó, con 3.800, de don Alvaro Pedro Maldonado, con 3.240 y de don Gaspar Muñoz, con 2.886. La contribución territorial también la encabezaba doña Ana Maldonado con 46.571 reales e iban a continuación don Gaspar Muñoz (27.453 rs.), don Alvaro Pedro Maldonado (22.927 rs), doña Cortes Guerrero (10.131 rs.), don Miguel Enríquez de Salamanca (10.077 rs.) y don Francisco Orgaz Aguirre (8.500 rs.). Tanto en contribución pecuaria, con 6.301 reales, como en la industrial, con 2.000, el primer contribuyente era don Gaspar Muñoz:

Uno de los más delicados problemas con que contó Ciudad Real en esos primeros años del reinado isabelino fue el inminente riesgo de perder su capitalidad, requerida por Almagro. No era por cierto la primera vez que Ciudad Real tenía que luchar por ella, haciendo valer sus antiguos derechos de ciudad libre y de fundación real. En el siglo XVII, cuando Felipe IV quiso recompensar al duque de Aveiro en 1640, le hizo merced, entre otras prebendas, de la ciudad de Ciudad Real. Cinco de sus vecinos, don Juan Aguilera Ladrón de Guevara, don Alvaro Muñoz de Loaysa, don Martín Bermúdez de Martiváñez, don Juan Velarde Treviño y don Juan Bermúdez de Avila, visitaron al rey rogándole que no enajenase de la corona a Ciudad Real, petición que fue atendida por el monarca. Pero dos siglos más tarde, el 3 de febrero de 1837 fue presentada a las Cortes una propuesta para trasladar la capitalidad de La Mancha a Almagro. La llevaron dos diputados, don Juan jerónimo Ceballos, de Almagro, y don Julián Zaldívar, de Carrión de Calatrava. El Ayuntamiento de Ciudad Real respondió con presteza. En la sesión del 10 de enero decidió «defen der muy vigorosamente permanezca en esta ciudad la capital de la provincia» y nombró una comisión «para que pasen a la Villa y Corte de Madrid y presenten los derechos de esta ciudad y den cuantos pasos consideren convenientes al logro del objeto».

Aparecieron por aquellos días numerosos memoriales llenos de alegatos históricos en favor de Ciudad Real y de críticas a las pretensiones de Almagro, con frecuencia exagerados unos y otras. «El casco de la población de Ciudad Real está perfectamente trazado, formado por un círculo casi perfecto, sus calles son espaciosas y simétricas, su área capaz de contener con desahogo y comodidad 18.000 vecinos», se dirá en uno. «Es un pueblo colecticio (sic), compuesto en su mayor de advenedizos y aventureros que han prosperado de pocos años a esta parte con el contrabando y tejidos de blondas y encajes, cuya industria está en mantillas y quizá jamás llegará a remedar a la de los catalanes», se dirá con sorna sobre Almagro. Mientras los vecinos de ambas ciudades se zaherían, las negociaciones en Madrid se iban haciendo favorables a los alegatos de Ciudad Real, que conservaría la capitalidad de la provincia.

Los años del progreso

Durante el reinado de Isabel II Ciudad Real también conoció el progreso, junto con la libertad, uno de los valores supremos de la época. El ferrocarril fue quizá el primer motor de ese progreso. El 5 de enero de 1846 se concedía la línea Madrid-Ciudad Real-Almadén. El 2 de noviembre de 1852 se contrataba la construcción de la línea Ciudad RealAlcázar de San Juan, que sería conocida como «el ferrocarril de La Mancha». Sin embargo, las obras no comenzarían hasta su concesión, por un importe de 15 millones, a Antonio de Lara, marqués de Villamediana y gran terrateniente de Ciudad Real. Hasta junio de 1860 no estaría dispuesto el tramo Alcázar-Manzanares; a Ciudad Real llegaría en marzo de 1861. El consejero director de la referida línea era don José Canalejas y Casas, padre del que sería ministro, presidente del Gobierno y varias veces diputado por Ciudad Real, don José Canalejas y Méndez. En ese mismo año de 1860 se terminaba la línea Ciudad Real-Badajoz.

El libro Recuerdos y bellezas de España, de José María Quadrado, muy bellamente ilustrado por Francisco Parcerisa, aparecido en 1853, hace esta descripción de la ciudad: «La grandeza de Ciudad Real, al penetrar en su interior, toda es apariencia: sus casas espaciosas, aunque bajas, muchas con blasón esculpido sobre la puerta, son habitadas en su mayor parte por labradores; la soledad reina en sus anchas y rectas calles, que se prolongan de un extremo a otro, dejando en medio baldíos huecos y devastados solares.» Aún las murallas de la ciudad conservaban casi intacta su antigua fisonomía. «De las ciento treinta torres que un tiempo la guarnecían, las más aún subsisten y algunas de piedra gallardas y robustas. Entre las seis antiguas puertas retienen su fisonomía la de poniente, hacia Alarcos, y la de levante, hacia Miguelturra, flanqueada por dos torreones (...), hacia el norte, donde la desolación es más notable (...) ábrese entre dos cuadradas torres la puerta de Toledo, evocando arábigas memorias, si no supiéramos que el origen de la ciudad es muy posterior a la dominación de los infieles.»

Retrato de Enrique de Cisneros (alcalde corregidor de 1858 a 1863)   Retrato de Enrique de Cisneros (alcalde corregidor de 1858 a 1863), con cuyo impulso se modernizó Ciudad Real. Como recuerdo de su positiva gestión se le dedicó un tramo de la ronda, el paseo de Cisneros.

Quizá el hombre más representativo de ese progreso en la ciudad fuese don Enrique Cisneros, que sería alcaldecorregidor de 1858 a 1863 y luego gobernador civil. En su época se crearon el Hospicio y la Casa de Maternidad destinada a «aquellas mujeres que habiendo concebido ilegítimamente se hallen en precisión de reclamar ese socorro». Debían ingresar «de noche, llevando la asilada cubierto el rostro y la cabeza con un velo tupido». También se amplió el Instituto de Segunda Enseñanza y la Normal pasó a la categoría de Superior; se amplió el Hospital utilizando el antiguo convento de Carmelitas; próximo a la puerta del Carmen, y se creó una ronda de circunvalación, parte de la cual lleva en su honor el nombre de paseo de Cisneros; se construyó la nueva puerta de Ciruela, se hicieron nuevos edificios para el Gobierno Civil y para la cárcel y se restauró el santuario de Alarcos. Pero quizá lo más positivo fuera la traída de aguas y la instalación de varias fuentes públicas. La traída de aguas se hizo en 1860, construyéndose en medio de la Plaza Mayor una fuente que fue inaugurada en julio de 1861. Iba adornada con el escudo de Ciudad Real y las armas de Hernán Pérez del Pulgar y llevaba esta inscripción: «En el glorioso reinado de doña Isabel II, siendo gobernador de esta provincia el señor don Enrique de Cisneros, abasteció de aguas potables a la población y construyó esta fuente el ingeniero industrial don Eugenio Salarnier.» En la obra de Benito Fero Anales de Ciudad Real, publicada en 1861, se destaca el cambio experimentado por la ciudad, que «disfruta al presente algunos de estos beneficios en la fundación de una nueva casa de expósitos, la del colegio del Instituto, la conducción de aguas a unas curiosas fuentes para comodidad del vecindario y por último de la construcción de un camino de yerro (sic) que pasando por sus inmediaciones dé rápida comunicación a la Corte de Madrid con la de Lisboa, proporcionando las ventajas que son consiguientes a esta capital».

Un hito en la vida ciudarrealeña fue la visita de Isabel II, acompañada del rey consorte, don Francisco de Asís, del Príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII, y de la infanta Isabel. Acudía la familia real española a visitar la Corte de Lisboa y la parada en Ciudad Real tuvo lugar el 9 de diciembre de 1866. En el séquito de la reina viajaba también el arzobispo y confesor real Antonio María Claret. En el Te Deum que se celebró en la catedral se nombró a la reina Hermana Mayor perpetua de la Cofradía de la Virgen del Prado.

A finales de siglo, Ciudad Real ofrecía esta panorámica   A finales de siglo, Ciudad Real ofrecía esta panorámica: la primitiva estación, donde hoy se ubica el Parque de Gasset, una gran parte de la antigua muralla y la iglesia de Santa María destacando sobre el resto del conjunto urbano.

También fue muy positiva para la ciudad la etapa de gobierno civil de don Agustín Salido. Sobre todo porque acometió una de las obras de que Ciudad Real estaba más necesitada: la desecación de las lagunas de Terreros, foco infeccioso que originaba cada verano temibles epidemias que causaban gran mortandad entre la población, especialmente de niños y ancianos. El 26 de enero de 1868 el gobernador arrojaba la primera espuerta de tierra a la que se llamaba el Terrero grande. Con este acto simbólico comenzaban las obras. El 16 de febrero llegaba a las lagunas la locomotora «Miguel de Cervantes» arrastrando el primer tren de tierra. En el mes de junio siguiente, había desaparecido por completo el agua de las lagunas y el 24 de julio el tren llevaba el último cargamento de tierra a la lagunilla La Longuera. Dos días después, los miembros del Ayuntamiento acompañan, «triunfante y engalanada» como dice la prensa, a la locomotora «Cervantes» hasta la estación de Badajoz. Las fiestas que se celebraron y el eco que tuvo en la prensa muestran la importancia de aquel culminado proyecto, imprescindible como medida sanitaria que desde muchos años atrás se solicitaba. Aunque de pésima calidad, consideramos oportuno reproducir algunos de los versos que en el apéndice al libro de Sebastián de Almenara Compendio de la historia de Ciudad Real, publicado en 1870, se dedican a este acontecimiento:

«¡Los terribles Terreros,

que a los doctores y sepultureros

no dejaban momento de reposo!

El nombre pavoroso

de Terrero aterraba

y a los propios y extraños espantaba.

La capitalidad ya vacilante

se afianzó constante

desque la real persona

nos visitó y contempló a la Patrona

de nuestro regio Prado,

y de propio grado

en nuestra cofradía

hace inscribir su nombre en aquel día.

Ejemplo que seguido

por el gobernador señor Salido,

ya sin temer zozobras,

entre otras varias obras,

que llevó de proyecto,

declaró guerra cruda

al Terrero fatal, y sin sosiego

tomó la empresa de dejarle ciego.

(....)

El tétrico Terrero

trocado vemos en jardín ameno.

Cántese eternamente

hecho tan eminente.

Y el pueblo y municipio

celebran tanto bien desde el principio!»

Había ciertamente más entusiasmo que dotes literarias en el autor de tales ripios, pero es un vivo testimonio popular de un hito en el bienestar social de la ciudad.

Uno de los símbolos del progreso: el ferrocarril   Uno de los símbolos del progreso: el ferrocarril. Este cuadro, hoy en el despacho del Alcalde, recuerda la llegada del ferrocarril a Ciudad Real en 1861.