Vida y acontecimientos públicos

CIUDAD REAL EN LA EDAD MODERNA

VIDA Y ACONTECIMIENTOS PUBLICOS

La participación de Ciudad Real en los acontecimientos de la Historia de España es escasa; de ahí que cuando la historia era fundamentalmente la historia externa, el pasado de Ciudad Real se despachara en pocas líneas. Y de ahí, también, que los historiadores sensatos del XIX y XX abrieran las líneas de investigación que predominarían tras gran revolución historiográfica.

Desde la estancia de la Reina Católica en Ciudad Real hasta la entrada de los franceses, transcurre un largo período. De Ciudad Real, como de las demás ciudades de Castilla, se acordó poco la monarquía. La notificación de los acontecimientos importantes y poco más. Es la concesión que hace la Monarquía con carácter solemne a sus ciudades castellanas. Después o antes, vendrá la petición de dinero, servicios, hombres.

Si hemos de creer los relatos recogidos en diversas historias locales que refundidos han llegado hasta nuestros días, el carácter de revuelta social del conato de estallido de las Comunidades en nuestra ciudad resulta indudable. Tejedores, cardadores y bataneros se asociaron a la causa comunera. El corregidor abandona el gobierno de la ciudad y varios hidalgos les hacen frente. Entre ellos, Diego de Mexía, Martibáñez de la Serna y Sancho de Mora-que tiene que refugiarse en la Iglesia de San Pedro-, mientras los amotinados intentan incendiar su casa. Ciudad Real contribuye a la rendición de Toledo con 25 jinetes y 50 infantes que pone a las órdenes de don Antonio de Zúniga, Gran Prior de San Juan de Jerusalén. Probablemente más que rebelión fue un leve tumulto, magnificado después por algunos hidalgos, para que el monarca les agradeciera sus servicios. Poco se acordó Carlos V de la fidelidad de la ciudad, salvo para reiterarle algunos privilegios desprovistos ya de sentido, y conceder el privilegio de poder llevar espada y daga.

Desde las Comunidades hasta la entrada de los franceses tenemos pocos acontecimientos; quizá el más significativo sea el intento de señorialización de Ciudad Real en tiempos de Felipe IV. El régimen señorial recibió un impulso tardío con las ventas de los Austrias menores, surgidas por razones hacendísticas. Sin embargo, la concesión de señoríos como merced pura y simple era ya una rareza en la que, al parecer, estuvo a punto de caer Ciudad Real. La ciudad conocedora del intento de Felipe IV de donarla en señorío al duque de Aveiro, noble portugués fiel al monarca católico durante el levantamiento de Portugal, envió a Madrid una comisión presidida por don Juan de Aguilera Ladrón de Guevara. Díaz Jurado recogió en su obra una pretendida oración pronunciada ante Felipe IV por el citado prócer ciudarrealeño. Con toda razón dudaba Isabel Pérez Valera de que los términos del discurso fuesen totalmente exactos. Quizá no hubo discurso ante el rey, sino uno de tantos memoriales presentados ante el Consejo de Hacienda y el correspondiente trato dinerario con algún burócrata para evitar la merced. Sin embargo, ya fuese discurso o memorial, con esas palabras o con otras, la oligarquía de Ciudad Real recuerda al rey poeta los intentos medievales de enajenación en personas de sangre real, evoca sus servicios a la Corona en las luchas contra grandes y calatravos; en definitiva, da una muestra de la idea mítica de la historia de Ciudad Real. No puede faltar una indicación al esfuerzo fiscal y militar que ha recaído sobre las ciudades realengas, entre ellas Ciudad Real:

«Y ahora en el tiempo feliz, que Vuestra Majestad es el Grande de los Monarcas, hemos gastado la hacienda de nuestros padres y vertido la sangre de nuestros hijos en los Reales Ejércitos, haciéndosenos todo poco para lo que quisiéramos y lo que hoy debemos; y cuando de la Real piedad de Vuestra Majestad esperábamos si no aumento, a lo menos la conservación de nuestros privilegios, llegaron las noticias de darse Vuestra Majestad por servido, en entregarnos al Duque de Aveiro y a no haber el consuelo tan grande de la esperanza, hubiéramos de soportar la muerte. Si alguna necesidad es pretexto de tan lastimosa resolución, todavía nos ha quedado hacienda que vender para redimirnos. Y si no alcanzare, nosotros también nos venderemos, siendo dichosa esta esclavitud al paso que escandalosa la enajenación.»

Felipe IV intentó entregar Ciudad Real como señorío al duque de Aveiro   Felipe IV intentó entregar Ciudad Real como señorío al duque de Aveiro, en reconocimiento a su fidelidad cuando la sublevación de Portugal. (Retrato de Velázquez. Londres. National Gallery.)

Según el manuscrito, don Juan de Aguilera llegó a llorar en presencia del rey y éste contestó escuetamente: «Yo tendré mucho cuidado en conservarla.» En realidad no sabemos si hubo audiencia real, ni tampoco si se llegó a efectuar ese servicio dinerario implícito en los versos. Lo que sí refleja este episodio, de los que hubo cientos ante los intentos de señorialización de los siglos XVI y XVII, es el horror que inspiraba en la oligarquía el pase a depender de señorío secular. El resto del vecindario en nada hubiera visto alterada su vida, pero para la oligarquía de la ciudad, tan imbuída de todos los ideales de preeminencias de la época, pasar a señor secular representaba ser de peor condición y un descenso dentro de la escala de valores dominante.

Una vez estudiadas la economía, las instituciones, la demografía y la sociedad, sólo queda referirse a los actos públicos. La sociedad de la época moderna está profundamente impregnada por todo lo simbólico. De ahí la gran importancia que tendrá el protocolo en la vida municipal de los distintos núcleos. Protocolo y ceremonial dan ocasión, desde luego, al lucimiento, pero también recuerdan a una sociedad, devota de las imágenes y de la teatralidad, el lugar que cada uno ocupa dentro de la jerarquía.

En este sentido, llama la atención el pobre protocolo del ayuntamiento de Ciudad Real durante la época moderna que estaba desprovisto de los más elementales instrumentos para estos fines. Por ejemplo, en 1767 el ayuntamiento compró en Toledo por 20.434 reales unas mazas de plata, dalmáticas y banco de terciopelo. Todo esto deriva de la escasa entidad de la ciudad, de la relativa pobreza de sus propios y del papel asignado en el conjunto del reino. No hay obispado ni arzobispado, no existe ningún órgano de la Administración central, no hay tribunal de la Inquisición; por ello las disputas protocolarias, que constituyen en estos siglos ingredientes propios de la vida local, sin que estén ausentes, no alcanzan el grado que en otras ciudades.

El número de actos solemnes será, por tanto, reducido: proclamar reyes alzando el pendón, anunciar paces, celebrar alguna sesión extraordinaria, fiestas religiosas, especialmente la procesión del Corpus, y poco más. Por tanto, una vida pública aburrida, aparentemente tranquila, provinciana, localista y pobre. Algunos años, ni siquiera hubo toros. En el primer tercio del XVII se decía en un informe que las ventanas de la plaza pertenecientes a una disposición llevaban varios años sin producir nada por falta de fiestas.

Dentro de los actos públicos tienen particular importancia las honras fúnebres por los príncipes y reyes -como los del príncipe don Juan, los de su madre doña Isabel, cuyos lutos lucieron los regidores a costa del erario público, o las exequias de Felipe el Hermoso o de don Fernando en 1516- y las ceremonias de proclamación. Constituían una excelente ocasión para dar rienda suelta al protocolo, al lucimiento y al encuadramiento social. Fueron ceremonias, que dada la notoria longevidad media de los monarcas españoles, los ciudarrealeños quizá sólo tuvieron ocasión de presenciar, si acaso, una vez en su vida y que dejaron una profunda impresión en las mentes sencillas.

Conocemos varias; pero quizá la más detallada sea la de Felipe V, recogida por el escribano del ayuntamiento y publicada por Marina Barba. La ceremonia de proclamación es ante todo la ocasión de reforzar la identidad de la ciudad con la institución monárquica.

En este caso, los capitulares elegieron el día de la Inmaculada Concepción. Previamente buscaron datos en el archivo municipal y se basaron en la de Carlos 11. Evidentemente, el reinado del último de los Austrias había sido muy largo y sin duda quedaban pocos testigos de su proclamación.

La ciudad se adornó y barrió; hubo, desde la víspera, colgaduras, luminarias, luces y no faltó la pólvora. Las colgaduras del Ayuntamiento lucían las armas de los Velardes, pues a don Juan Francisco Velarde y Bermúdez, alguacil mayor, correspondía tremolar el pendón por minoría de edad del alférez. Los miembros del cabildo y la nobleza de Ciudad Real vistieron en esta ocasión cadenas de oro, joyas con piedras preciosas, sombreros con plumas, espada y daga. El vestido fue negro en recuerdo del rey Hechizado, «todo a la española». El estandarte tenía dos escudos: uno con las armas reales y otro con las de la ciudad. Corregidor, alguacil mayor -éstos debajo del dosel- capitulares y nobleza ocupaban los balcones del ayuntamiento. Sonaron los atabales y la música y un numeroso público presenció cómo don Juan Francisco tremoló el pendón fuera de la balustrada gritando: «Castilla, Castilla, Castilla, por la Católica y Real Majestad; Dios guarde y prospere muchos años.» Capitulares, nobleza y público respondieron: «Viva, viva, viva; amén, amén, amén». El rito se repitió en los dos balcones restantes, quedando izado el pendón de la ciudad. La mañana se completó con la liberación de algunos presos por causas leves y el alguacil mayor dio una espléndida comida al cabildo y a la nobleza.

Entre las dos y las tres de la tarde se formó la procesión. Desfilaron maceros, porteros, alguaciles ordinarios, éstos ya a caballo, el alguacil mayor al lado del corregidor, escoltado por ocho alabarderos. Tras dar una vuelta a la plaza se encaminaron a la parroquia de Santa María. Mientras sonaban las campanas en el exterior y el órgano y chirimías en el interior, ricamente engalanado, el vicario y restantes dignidades eclesiásticas recibieron el pendón real. Este fue inclinado ante la cruz y de allí se dirigieron al altar mayor. El pendón fue bendecido e incensado, tremolándose de nuevo por tres veces. Acabado el alzamiento, sonó de nuevo el órgano para cantar el Te Deum. A la puerta del Prado, los caballeros volvieron a montar, aunque algunos a causa de su edad tuvieron que seguir la procesión a pie. De allí fueron a las distintas puertas de la ciudad donde repitieron la ceremonia. El alguacil recogió el pendón que prometió depositar, según la costumbre, en Santa María del Prado. Con un refresco, servido en casa del alguacil mayor que tuvo «diferentes bebidas y colaciones muy ricas», terminó la proclamación de Felipe V el Animoso.

Los comportamientos religiosos populares constituyen un tema- historiográfico que va siendo conocido a través de estudios sobre cofradías, gremios y manifestaciones religiosas externas, especialmente, procesiones y otros actos de piedad popular. Sin embargo, no sucede lo mismo con las manifestaciones religiosas oficiales, esto es, la actitud ante la religión de instituciones de marcado carácter político como eran, por ejemplo, los ayuntamientos. Falta un estudio de la vida religiosa en Ciudad Real, tanto en un sentido como en otro, que aporte datos nuevos a lo que ya conocemos por las obras antiguas, por las de principio de siglo y por toda la serie de artículos complementarios aparecidos ante 1960 y 1975. Poco podemos hacer en un trabajo de este tipo, salvo sintetizar en unas cuantas líneas la repercusión en la vida pública de las manifestaciones religiosas.

En el caso de Ciudad Real, las fuentes documentales de naturaleza hacendística constituyen un privilegiado vehículo para precisar dichos comportamientos religiosos oficiales, aunque desgraciadamente son tardías. En efecto, las cuentas concejiles dan cabida a una multitud de gastos que nos permiten evaluar la actitud del concejo ante un fenómeno religioso que invadió la vida municipal. Prueba de ello fue la aparición, en dichas cuentas de un capítulo de gasto específico bajo la significativa denominación de «Funciones de Iglesia».

Por tradición, el concejo de Ciudad Real tenía contraídos una serie de gastos fijos adscritos a una serie de «votos» o compromisos en la celebración de misas y procesiones. Estos eran numerosísimos: San Sebastián, San José, Domingo de Ramos, San Marcos, San Roque, San Agustín, San Miguel, Nuestra Señora, Inmaculada Concepción y Aparición del Prado; es decir, todo un recorrido por el santoral que reflejaba la historia religiosa de la ciudad por lo menos desde el siglo XVI, sin duda vinculada a pestes, crisis de subsistencia, avatares climáticos y otros accidentes de la vida cotidiana. A estos votos se añadían los gastos producidos por las dos grandes festividades: Corpus Cristi y Aparición de Nuestra Señora del Prado.

De todas las funciones religiosas públicas, destacó siempre en Ciudad Real la procesión del Corpus, fiesta a la que, como a la de la Inmaculada, tuvo la ciudad una devoción especial. La fiesta fue decayendo durante el mismo siglo XVI por razones estamentales y en el XVII por falta de dinero. Ante la Chancillería de Granada, los artesanos y mercaderes demandaron en 1561 al ayuntamiento porque les hacía un reparto extraordinario, para hacer danzas y juegos para las fiestas del Santísimo Sacramento. El ayuntamiento replicó que la justicia y regimiento llamaban de tiempo inmemorial a los alcaldes de los distintos oficios y les señalaban una danza que habían de sacar. A tal efecto repartían dinero entre los distintos oficios para poder sacar dicha fiesta. Por lo tanto, no era imposición prohibida, pues se hacía,

«por honra del Santísimo

Sacramento en el dicho día; era

cosa loable y aprobada por el

Concilio Tridentino.»

La Chancillería en sentencia de vista dio la razón al concejo en 1579, pero, sin embargo, en sentencia de revista, pronunciada en 1580, aceptó el punto de vista de los artesanos por los que éstos quedaron libres de danzar o de pagar para que se hiciera. La procesión del Corpus siempre fue propicia a alteraciones. Recordemos el choque entre pecheros e hidalgos en 1534 por llevar las andas de la Virgen. La festividad, como ya, mencionamos, quedó hacia 1626 reducida a la procesión «sin otra ninguna fiesta ni regocijo». Los votos y devociones de las ciudades fueron puestas como excusa para roturar los concejiles. Lo cierto es que la mala situación financiera del Ayuntamiento le impedía cumplir con las obligaciones de la ciudad. Por ejemplo, en una fecha indeterminada de la segunda mitad del siglo XVI, el rey dio licencia para gastar 64.000 mrs. de los propios, 10.000 en la procesión de Alarcos y los 54.000 restantes «en las fiestas y regocijos de los toros que esa dicha ciudad los días de Nuestra Señora de Agosto y San Roque.»

Esta licencia fue prorrogándose por períodos de cuatro años y en 1598 el ayuntamiento pidió que se le permitiera gastar 100.000 mrs. por «ser al presente más costosos los gastos, las dichas fiestas no se hacían con la solemnidad que siempre». Sin embargo, la Administración filipina no alteró la cuantía.

La mayor parte de la información documental disponible, como ya hemos dicho, corresponde al siglo XVIII. Esto nos permite observar si existe una transición de una religiosidad muy tradicional a una nueva concepción donde se aprecien inequívocos síntomas de secularización de la vida religiosa oficial. No obstante -anticipando conclusiones- dicha secularización, aun siendo evidentísima desde el plano de la hacienda concejil, plantea graves dudas, especialmente si hubo una efectiva conexión entre la evolución del gasto en manifestaciones religiosas oficiales del municipio y la evolución ideológica, religiosa y política de las autoridades locales. En definitiva, no estamos sino planteando uno de los temas centrales del pensamiento y práctica de Las Luces: La «religiosidad ilustrada».

A estos votos se añadían los gastos ocacionados por las dos grandes festividades: Corpus Cristi y Aparición de Nuestra Señora del Prado, con asignaciones para 1766 de 1.373 y 653 reales, respectivamente. Según avanza el siglo XVIII se observa la tendencia al estancamiento o, incluso, disminución de las sumas destinadas a estas conmemoraciones religiosas, prueba, quizá, de la creciente secularización de la vida religiosa oficial del Setecientos. En efecto, dicha actitud de las autoridades locales hacia la simbología religiosa se detecta de forma inequívoca en las propias cuentas de la hacienda. Las primeras relaciones analizadas (mediado el siglo) son de enorme minuciosidad en el asiento de gastos, especificando en todos los casos la cantidad y voto; por el contrario, en las de fines del setecientos sólo se asientan el Corpus, Santa María y «otros votos». Al mismo tiempo, se detecta la disminución del gasto de las «funciones de iglesia», especialmente de las grandes solemnidades municipales.

Esta tendencia, se confirma por la paulatina desaparición de una serie de conceptos religiosos que por tradición tenía asumidos el ayuntamiento: precicación de bulas, limosnas a los Santos Lugares, etc., que dejan de asentarse en las cuentas concejales durante la década 1780-1790. En definitiva, el gasto en funciones reeligiosas oficiales pasó de 3.734 reales en 1763 a sólo 2.180 en 1779.

Pero, como señalábamos al comienzo, los sentimientos religiosos oficiales del siglo XVIII, sin duda proyección atenuada de los populares, pese a la influencia de la ideología ilustrada que se pretendía imponer desde la Corte, se encontraban todavía penetrados del subjetivismo de las creencias tradicionales; en definitiva, también en el terreno religioso, como en el político, económico e ideológico, subsistieron fuertes contradicciones en la dialéctica entre tradición y modernidad, creencia ancestral y razón, subjetivismo y objetividad.

Y esas contradicciones en la concepción del fenómeno religioso pueden detectarse a través de algo tan poco espiritual como el dinero; así, por ejemplo, durante la segunda mitad del Setecientos el ayuntamiento siguió pagando a la Iglesia para que éstas autorizase el trabajo campesino durante los domingos y festividades, y se siguieron conmemorando los nacimientos reales con misas de acción de gracias con gastos cuantiosísimos: en 1777 se celebraron tres funciones religiosas evaluadas en 1.361 reales; en 1780 una acción de gracias (1.703 reales) por el feliz parto de la princesa de Asturias; en 1794 otra nueva acción de gracias evaluaba en 492 reales por el parto de la reina. De igual manera, en 1766, se dedicaron 775 reales en una función religiosa por el matrimonio del príncipe de Asturias. Pues, sobre todo, será en los momentos de crisis cuando, pese a la evidente tendencia seculadora, afloren los sentimientos y creencias más profundos relacionados con la fe ancestral. Y ello se detecta, también, en las cuentas de gastos municipales. Recordemos el cuadro de rogativas del capítulo dedicado a la evolución de la producción. Respecto al resto de las facetas de la vida religiosa ciudarrealeña, poco podemos decir, salvo recordar que ésta se caracterizó, como no podía ser menos, por el triunfo de los valores de la Contrarreforma, sobre todo en lo que respecta al culto a la Virgen, de la que esta ciudad, como todas las que estaban bajo el orbe católico, fue muy devota; a la Pasión, a los santos y a la concepción y significado de las buenas obras. Además, la vida religiosa está teñida de disputas protocolarias de precedencias y antigüedades.

Durante la Edad Moderna -especialmente en el XVIII, como vimos en el cuadro de rogativas- se afirma el culto a la Virgen del Prado, por encima de otras advocaciones, como la Virgen Blanca o la de Alarcos. Al amparo del triunfo de la Contrarreforma, cobró fuerza la leyenda de la Virgen del Prado, para apoyar pretensiones de precedencia poco confesables. Sobre este asunto no nos queda sino remitir a la opinión mucho más autorizada que la nuestra de don Inocente Hervás, sacerdote e historiador.

Otro aspecto de la vida religiosa moderna fue la revalorización de la vida conventual que en nuestra ciudad se manifestó en las fundaciones de conventos ya indicadas y también en la desaparición de las beatas; once en el padrón de 1550 y seis en el de 1586.

Fruto de la mentalidad de la época, agravada por el aburrimiento local, fueron las disputas entre parroquias por la precedencia y antigüedades que se produjeron en el XVII y XVIII. En tales debates dialécticos salieron a relucir argumentos fabulosos de apariciones y fundaciones y otros que hoy nos parecen pueriles; así, por ejemplo, una parroquia alegaba que organizaba la procesión del Corpus, tenía depositado el pendón que la ciudad tremolaba cuando proclamaba reyes; y la otra decía que en ella estaba el reloj por el que se guiaba la ciudad y por una de sus campanas se convocaba a concejo.

De la Epoca Moderna proceden la casi totalidad de las cofradías y hermandandes que desempeñaron un notable papel en la vida pública de una ciudad gris y pobre. Isabel Pérez Valera publicó hace más de veinticinco años un memorial de las distintas cofradías y hermandandes existentes en el siglo XVIII. La función social de algunas de estas cofradías era, sobre todo, el encuadramiento social. La del Señor Santiago, Santa María del Prado -distinta de otra cofradía dé Santa María del Prado, que celebraba su fiesta el día de la Octava- y caballeros del Rosario eran coto exclusivo de los nobles de la ciudad. Hubo, además, tres cofradías del Santísimo Sacramento, de las que en el XVIII sólo quedaba la llamada de Minerva de Santa María del Prado. Tres también de las Animas. Especial devoción tuvo la ciudad a la Santa Cruz, por venerarse el Lignum Crucis en San Pedro. También se exigía en algunas de ellas estatuto de limpieza de sangre, como en la de San Antonio Abad, sita en el convento de este nombre. Algunas tenían una finalidad social, como la Congregación del Refugio que pedía limosna para los pobres. Otras exclusivamente religiosa: procesión, sermón, pólvora, música, etc., y todas asistían a los entierros de sus hermanos.

«Reinando Felipe III se fundaron en Ciudad Real los conventos de Carmelitas descalzos y Mercena-- el primero por un rico caballero llamado don Galiana y el segun do por el ilustre capitán don Andrés Lozano, y en el año I598 se dio a conocer como escritor don Juan Sánchez Valdés, médico residente en la misma, ignorándose si fue natural de ella, el cual compuso una obra de literatura que publicó con el título de Crónica o de Historia general de Caballería, tan exagerada en hazañas y proezas de antiguos ricos -homes e hijo- dalgos de Castilla, según el concepto de nuestro célebre Cervantes, que su lectura le estimuló en unión de otros libros de igual clase llegados a sus manos para dedicarse con el mavor acierto a sacar una completa crítica de ellos en su presocia novela de Don Quijote.» Benito Pero, Anales de Ciudad Real, 186I, pág. 89

Dentro de las hermandades y cofradías destacan las de la Semana Santa que recogen el sentido de acompañamiento a Cristo, junto con los valores del barroquismo imperante. Además suponían, en cierta medida, una manifestación de lujo, en una ciudad que no brillaba por su belleza. Así, a fines del XVII, el Cabildo eclesiástico tuvo que reunirse para establecer un nuevo itinerario de las procesiones de Semana Santa, pues no podían discurrir con el debido decoro por la ruina de muchas casas deshabitadas. Singular antigüedad tenía la del Santísimo Cristo del Señor San Pedro, hoy Cristo del Perdón y de las Aguas, fundada en 1599 que, según Isabel Pérez Valera, organizaba la procesión del Viernes Santo por la mañana, además de entender en otros aspectos piadosos, como la Comunión general de la Hermandad el día de jueves Santo y los tradicionales sermones, presencia en los entierros de los hermanos, participación en el Corpus, convite, etc. Por ejemplo, la procesión del Viernes Santo del año 1593 estuvo formada por:

    1. Guión de la procesión.

    2. Niño Jesús.

    3. Santo Cristo.

    4. Oración del Huerto.

    5. Cristo de los Entierros.

    6. Cristo en la Coronación.

    7. Santo Cristo de la Piedad.

    8. Cristo de la Cruz a Cuestas.

    9. Cristo de Alonso de Sevilla.

    10. Ecce Homo de la Palma.

    11. Santo Cristo de la Columna.

    12. Santo Cristo de las Toallas.

En otros años, la procesión tuvo ligeras variaciones, pero en todo caso, tal cantidad de imágenes con sus correspondientes acompañamientos, religiosos y seglares, daban una indudable brillantez a la mañana del Viernes Santo en una ciudad no sobrada de actos solemnes.

Como no podía ser menos, cuando se trata de Semana Santa y de Hermandades, de hermanos mayores y de priostes, resulta inevitable referirse al conflicto de precedencias, pues siempre han sido los cofrades, en general, y los cargos de gobierno, en particular, muy puntillosos en cuestiones de organización, hasta el punto de desvirtuar, por la trascendencia simbólica y social, el sentido religioso que pudieran tener las cofradías. Ciudad Real no sólo no es una excepción, sino que los citados problemas parecen más acentuados, gracias al aburrimiento provinciano. No fue extraño que las disputas terminaran en los tribunales. Así, el vicario eclesiástico dio sentencia en julio de 1727, extractada por Isabel Pérez Valera, sobre el orden que habían de guardar las distintas cofradías y hermandades en las procesiones, desfiles y demás funciones eclesiásticas que quedó establecido según aparece en el cuadro XX.

CUADRO XX

Cofradía Iglesia
1. N.' S.' del Rosario Convento de Santo Domingo
2. Santísimo Sacramento San Pedro
3. N.' S.' del Prado Santa María del Prado
4. Santísimo Cristo de la Caridad Santiago
5. Descendimiento Santa María del Prado
6. Animas San Pedro
7. N.' S.' de los Dolores Santa María del Prado
8. Cristo de los Ojos Vendados Santiago
9. Animas Santiago
10. Animas Santa María del Prado
11. La Coronación San Pedro
12. S. Cristo de la Piedad Santa María del Prado
13. La Cruz San Pedro
14. Piedad Santo Domingo
15. Enclavación Santa María
16. Ecce Homo Santiago
17. Oración del Huerto San Pedro
18. Jesús Santo Domingo
19. San Lázaro -

No aparece en esta relación la Hermandad de la Santa Espina de Santiago, que según Ramón González, existía ya en 1603, quizá por haber sido renovada tres años después, en 1730; cofradía de especial significado, símbolo del culto a las reliquias muy extensido en la época, discutido en el XVI, aparte de por los heterodoxos, por los erasmistas y que también sería blanco de las críticas de los ilustrados. Poco importaban, como no podía ser de otra manera, las citadas disquisiciones teológicas e intelectuales a los redactores de sus constituciones. Según éstas, la espina venerada era una de las 72 de la Corona de Cristo,

«cual piadosamente creemos que es una de ellas la que se venera en la Parroquia de Santiago de esta Ciudad Real, oponiéndonos a las insidias y acechanzas con que nuestro común enemigo tiene muy tibia y resfriada la devoción a una reliquia tan sagrada y tan digna de todo el afecto de nuestros corazones...»

La reliquia fue destruida durante la Guerra Civil y extinguida la Hermandad. Del siglo XVII procedía también una imagen muy notable de Jesús Nazareno que se veneraba en el convento de Santo Domingo. Según Manuel González, cuando la exclaustración pasó al de Dominicas y, años más tarde, a San Pedro. Allí fue destruida durante la continda de 1936. En cuanto a los bienes de las hermandades, en general, todas eran pobres. Se sostenían de censos y de un escaso patrimonio territorial.

El relicario de la Santa Espina, destruido durante la guerra civil   El relicario de la Santa Espina, destruido durante la guerra civil. La cofradía del mismo nombre era una de las más antiguas entre las de la Semana Santa.

Como el protestantismo negó al valor a las buenas obras para la salvación, la Contrarreforma tuvo que hacer especial hincapié en ellas; así de la Epoca Moderna son la casi totalidad de las meinorias, disposiciones, obras pías. Estas buenas obras podían consistir en aspectos muy distintos. Resulta imposible recogerlos todos. Veamos algunos: dejar 17 misas rezadas para que los labradores las oyeran en tiempos de agostadero; aplicar misas rezadas o cantadas para sí o para el pueblo; ordenar sermones de cuaresma; distribuir las rentas de la fundación entre los pobres de la familia o de la ciudad; destinar caudales para la educación de niñas en primeras letras; sufragar perpetuamente los gastos de mantenimiento de conventos; sostener un maestro de primeras letras para parientes pobres del fundador; dotar doncellas pobres; ayudar a sufragar funciones (como una de las disposiciones que entre sus gastos constan 600 reales para el gasto de pólvora para Santa María del Prado); o tener una capilla de música como la establecida en San Pedro por Gaspar de Dueñas. En el XVIII, algunas de estas instituciones no cumplían con sus obligaciones porque no alcanzaba la renta.