La coyuntura económica en los tiempos modernos

CIUDAD REAL EN LA EDAD MODERNA

LA COYUNTURA ECONOMICA EN LOS TIEMPOS MODERNOS

El amplio término de Ciudad Real que, según zonas, reúne características de La Mancha o del Campo de Calatrava, estaba dividido para la percepción de diezmos en tantas dezmerías como parroquias más los heredamientos o aldeas. Así, además de las tres colaciones de la ciudad, tenemos siete aldeas: Benavente-Valverde, Las Casas, Sancho Rey, Higueruela, Torrecilla, Poblachuela, Poblete y Ciruela. Algunas tienen cierta relevancia, mientras otras sólo pueden considerarse como grandes fincas.

La evolución de la producción cerealista. Siglos XVI y XVII.

La evolución de la producción cerealista de Ciudad Real durante los siglos XVI y XVII puede seguirse gracias a los Libros de Vestuarios de la Catedral de Toledo que presentan dos tipos, unos donde sólo aparece recogida la parte de los diezmos que disfrutaban los canónigos en los distintos arciprestazgos y otros que, además, cuentan con los diezmos particularizados de cada una de las parroquias. De fines de la Edad Media hasta 1562 sólo contamos con esa parte que los miembros del Cabildo recibían en concepto de vestuarios, mientras que, desde dicho año, además, podemos conocer los datos de cada parroquia.

La producción cerealista de Ciudad Real durante el siglo XVIII no ha sido estudiada, por lo que publicamos ahora las series de la parte de los diezmos correspondiente a las fábricas parroquiales de Santa María del Prado y San Pedro. La producción cerealista de Ciudad Real presentaba en el último tercio del siglo XV unos valores muy altos que reflejan un término municipal ampliamente colonizado; por tanto, resultaba difícil extender las labores. La tendencia alcista de fines de la Edad Media queda cortada en los primeros años del XVI por culpa de la crisis de 1506-1507, especialmente grave en Ciudad Real y en todo el Campo de Calatrava. Superado este trágico período, toda la primera mitad del XVI -sobre todo en los años cuarenta- fue un continuo ascenso que culmina hacia 1550 con las cifras más altas de toda la serie. En la segunda mitad del siglo XVI, el momento de mayor producción se sitúa entre 1565 y 1576. La mayoría de los anejos, por su parte, a excepción de Ciruela, Torrecilla y Poblachuela, mantuvieron valores altos hasta casi 1600. La ciudad y sus aldeas acusan las sequías de 1577 y 1578, más algún año aislado de malas cosechas de menor importancia. Sin embargo, la peor crisis de la segunda mitad del siglo XVI fue, sin duda, la de 1584, muy virulenta en todo el Campo de Calatrava. Tras los malos años de 1589 y 1593 las series experimentan un breve período de alza que termina antes de 1600.

El descenso de la producción en estos primeros años del XVII coincide en gran medida con la evolución demográfica de la ciudad. Con la sequía de 1605, el período de baja, iniciado en 1597, tocó fondo. Tras una breve recuperación con valores muy modestos, la producción cerealista de la ciudad sufrió un fuerte mazazo con la crisis de 1616. Esta se cebó ya sobre una ciudad que conocía los efectos de la expulsión de los cristianos nuevos, arrendatarios de numerosas fincas, bastantes de ellas sin cultivar desde su salida. A partir de 1620 se produjo una ligera recuperación. Durante el resto del siglo, las curvas, aunque salpicadas por malos años ocasionales -1635, 1664, etc.-, entraron en un estancamiento del que parecen remontar hacia 1671, aunque finalmente se corta en los umbrales de la década de los ochenta. Algunas aldeas -Benavente y Valverde, Sancho Rey e Higueruelano se recuperaron en todo el siglo XVII. Sin embargo, otras dezmerías experimentaron unos períodos de alza más o menos prolongados: Poblete y Poblachuela. La labranza, como siempre sucede en tiempos de regresión económica, se centró preferentemente en tierras buenas.

El mejor resumen de la crisis del XVII en Ciudad Real consiste en comprobar que no consigue, ni mucho menos, recuperar los valores del siglo XVI. La media de las fanegas de todo pan dezmadas por grandes períodos, muestra, tomando como índice los valores correspondientes a 1565-1599, una profunda caída entre 1600-1634. El resto del siglo es un estancamiento. Por lo tanto, para la mayoría de las series los valores del siglo XVII, aunque muy inferiores a los de 1565-1599, se mantuvieron estabilizados en un 40 por 100 menos de los de la segunda mitad del siglo XVI. La evolución de Ciudad Real refleja magistralmente uno de los posibles modelos de crisis del XVII: disminución catastrófica en los primeros años y estancamiento en el resto. Un cambio de esta naturaleza implica necesariamente una reestructuración de la economía de la ciudad, así como de las economías familiares. En la misma región, tenemos otros modelos en los que el fondo de la crisis cabe situarlo entre 1635-1655.

El siglo XVIII

No hemos localizado fuentes tan completas para el estudio de la producción en el XVIII como las del XVI y XVII. Sin embargo, una obra de estas características quedaría incompleta si no se hiciera una referencia, siquiera somera, a la evolución de las cosechas durante el Setecientos. Gracias a los libros de fábrica de Santa María del Prado y de San Pedro podemos apuntar algunas características de la evolución de la coyuntura. No obstante, se trata de una visión parcial, pues, como ya dijimos, la demarcación de Ciudad Real estaba dividida en numerosas dezmerías y, si bien éstas son las más importantes, lo deseable para obtener conclusiones que fueran más firmes sería contar con la suma de todas ellas. Sin embargo, algunos rasgos pueden apuntarse. Pasada la crisis de 1683-1684, la producción cerealista inicia una marcha ascendente en ambas parroquias que se prolonga hasta 1734. Dentro de este largo período cabe distinguir una etapa de ascenso muy lento, frenado ligeramente por el hambre, tantas veces mencionada, de 1708 y por malos años ocasionales. A partir de 1715, aproximadamente, ambas parroquias conocen un espectacular arranque de la producción, siendo 1725 la cosecha récord del siglo. Son los años en los que se restaña la herida dejada en la producción y en la demografía por el siglo XVII. Quizá las cosechas llegan a un máximo, insuperable para una agricultura tradicional. Por ello la crisis de los años treinta, con las malas cosechas de 1734 y 1737, resulta enormemente significativa. No son sólo malos años, de los que hay muchos en la historia, sino una situación que refleja el techo de un determinado tipo de agricultura. La producción ya nunca volverá a conseguir los niveles de los años comprendidos entre 1723 y 1730. No obstante, pasados los pésimos años de 1750 y 1753, las cosechas experimentan un nuevo ritmo ascendente. Los problemas agrarios de los años sesenta dan al traste con este gran período de alza. Después las series se cortan, pero por los datos fragmentarios que tenemos no cabe augurar un fin de siglo esperanzador. Antes al contrario, estas series muestran en toda su crudeza las limitaciones de nuestro siglo XVIII. Por ello es particularmente lamentable la falta de las dezmerías rurales que nos permitirían contestar a la pregunta de si en los anejos, la extensión de los cultivos permitió incrementar la producción.

La ciudad ante las crisis

Estudiadas ya las grandes líneas de la evolución económica y demográfica de Ciudad Real en los tiempos modernos, procede, ahora, detenernos en la descripción de algunas crisis concretas, en cómo éstas afectaron al desarrollo de la ciudad y de sus hombres, para conocer en qué medida reflejan los problemas estructurales de una economía, para muchos de sus habitantes de subsistencia. Los problemas de las crisis de Ciudad Real son comunes a los de una ciudad de la España interior, sometida a las oscilaciones climáticas, con fuertes altibajos en la producción y con unos escasos canales de comercialización; esta circunstancia agrava los efectos de los caprichos de la naturaleza. Las terribles pestes, a las que la historiografía culpó durante mucho tiempo del descenso demográfico, no hicieron un daño especial a Ciudad Real y cuando la ciudad se vio sometida a epidemias, logró, pese a la espectacularidad de algunas de ellas, recuperarse pronto.

Además de los problemas estructurales de la economía de Ciudad Real, como son limitadas posibilidades de expansión, estructura de la propiedad, debilidad de la economía artesanal, cte., coyunturalmente la ciudad sufrió con cierta frecuencia diversas dificultades: las vicisitudes derivadas de la saca de pan; el abastecimiento en tiempos de carestía; la langosta, plaga endémica en todo el Campo de Calatrava, agravada por la existencia de terrenos baldíos, superficies de pastizal y barbechos prolongados y, finalmente, las enfermedades derivadas del estancamiento del agua.

Las irregularidades meteorológicas propias de un clima continental estuvieron presentes a lo largo de la época moderna. Aunque la sequía afectó con relativa frecuencia a Ciudad Real y su tierra, no faltan, sin embargo, años en que el problema fue justamente el contrario. Así, a principios del siglo XVI, Ciudad Real quedó inundada, a lo que se unió la terrible epidemia de 1506-1507, una de las peores del siglo XVI. La ciudad pidió autorización al arzobispo de Toledo en junio de 1506 para pagar los diezmos en dinero, con el fin de no desprenderse de un grano que consideraba imprescindible para su consumo.

A finales del primer tercio del siglo, son frecuentes los testimonios sobre problemas en el abastecimiento de granos. Ya en 1498 los Reyes Católicos ha bían autorizado a Ciudad Real a sacar pan de los pueblos del Campo de Calatrava para surtir la ciudad. Estos problemas se reprodujeron con intensidad, en torno a los años treinta, lo que no resulta extraño si la evolución demográfica de Ciudad Real guardó cierto paralelismo con la de otras zonas de La Mancha, puesto que en los primeros treinta años del siglo la tasa anual de crecimiento fue la más elevada. El Consejo Real, a petición de la ciudad, tuvo que recordar repetidamente la ley sobre la saca de pan. Así, con ocasión de la sequía de 1526, la ciudad se dirigió al Consejo quejándose de que las autoridades del Campo de Calatrava, Montiel y del Priorato de San Juan le impedían adquirir en esos territorios el grano necesario para su abasto. Una provisión real, fechada el citado año, recordó a los gobernadores de los citados territorios la obligación de cumplir y hacer guardar la ley de Toledo de 1480 que impedía vedar la saca de pan. En 1527 continuaron los problemas originados por la sequía que afectaron también a los pastizales. En 1529 los capitulares acordaron, tras mandar salir los pobres de la ciudad, tomar 1.000 fanegas de pan del arzobispo. Varios malos años sucesivos daban lugar a acentuar el tradicional fenómeno del acaparamiento que el Consejo trataba de paliar ordenando hacer averiguaciones a la justicia de las distintas ciudades, entre ellas Ciudad Real, para comprar dicho pan al precio que hubiere costado a los presuntos especuladores. Al año siguiente, el concejo de Ciudad Real volvió a comprar el grano del titular de la sede primada. Los revendedores y las perturbaciones que introducían las justicias locales poniendo estancos al libre comercio de grano, contribuían a agravar las consecuencias de los malos años. En 1531 Ciudad Real obtuvo de nuevo provisión para que las autoridades de Calatrava, San Juan y Santiago permitieran a los naturales de estos territorios vender grano en la ciudad.

Ciudad Real, como otras muchas ciudades del interior, padecía con especial intensidad el problema de los mercaderes revendedores de pan. Así, por ejemplo, una provisión de Carlos V, fechada en 1546, mandaba a la justicia de la ciudad que efectuase las averiguaciones y diligencias pertinentes para garantizar el abasto de pan cocido, pues el Consejo tenía la certeza de que había mucho trigo en manos de mercaderes. Particularmente intenso debió ser este problema entre 1546 y 1550 y varias veces se planteó en las sesiones municipales, probablemente por coincidir con plagas de la langosta que visitaron el término municipal en 1547, 1,549 y 1550. Carlos V autorizaba en 1546 gastar en dicho año 600 ducados el] pan para prestarlo y venderlo a los vecinos. En el mismo año ordenaba al corregidor de Ciudad Real que se juntase con los reidores e informase sobre los remedios sobre la carestía.

Las crisis de los años cincuenta volvieron a plantear el problema de las sacas de pan y el de las perturbaciones que en los precios y abastecimiento podían introducir los especuladores. El sistema de percepción de diezmos del arzobispado de Toledo, con un remare en especie, daba lugar a la existencia de numerosos arrendatarios de diezmos que manejaban una gran masa de granos en determinados momentos del año, ocasionando problemas, tanto en el abastecimiento como en los precios. Teóricamente, el pan de los diezmos, por su origen y por su destino, debía emplearse primero en aquellos lugares donde había dezmado. Sin embargo, como es lógico, los arrendadores de los derechos decimales deseaban Ilevarlo a donde alcanzara un precio superior, originando así el recelo de la ciudad pagadora de esos diezmos. En 1556 don Felipe daba licencia a la ciudad para que pudiera ejercer el derecho de tanteo sobre el grano de los arrendadores para destinarlo a la provisión del pósito.

La ley sobre las sacas de pan tuyo que ser recordada en 1562 ti 1593 que sepamos. La preocupación por el abasto de la ciudad dio lugar a la provisión de 1568 para que el pósito de la Ciudad tuviera una reserva fija de 12.000 fanegas. La Administración era consciente de las perturbaciones que las grandes compras de grano para los pósitos podían ocasionar en los precios. Así, el Consejo daba instrucciones al corregidor de Ciudad Real, en las que le mandaba comprar el pan a personas caudalosas que pudieran vender mucha cantidad y hacer las compras discretamente; ¡cómo si gestiones de esta naturaleza pudieran hacerse con discreción en el mundo rural!:

«convendrá que envíe a hacer las compras de dicho pan con toda disimulación... porque la publicidad, habiendo de concurrir juntamente a un tiempo a proveer tantas albóndigas no podría dejar de causar encarecimiento ....»

Las crisis de los años setenta del XVI reflejan la debilidad intrínseca de la producción cerealista de Ciudad Real, incluso tras un período de alza. la la sementera de 1570 fue mala. La Administración intentó responder a esta crisis ordenando al corregidor que se informase de las tierras y heredades en disposición de sembrarse y quiénes eran sus propietarios con el fin de procurar la siembra en ellas de trigo, cebada y centeno. También el monarca recordó en diversas ocasiones -por ejemplo, en 1570- la tasa de los granos, medida ineficaz en años de carestía, perjudicial en los normales e inútil en los abundantes. El último cuarto del XVI conoció bastantes dificultades. Empezó con sequía, pues en 1576 la ciudad acordó traer a Nuestra Señora la Blanca para implorar la lluvia. No obstante, los peores años de esta segunda mitad del siglo se encuentran en 1578, 1584 -especialmente terrible en todo el Campo de Calatrava-- y 1589.

Los difíciles primeros veinte años del siglo XVII, reúnen todo el cúmulo de desgracias que pueden afectar a una población del Antiguo Régimen. Es, sin duda, el peor cuarto de siglo de toda la historia de Ciudad Real. Crisis más llamativas las hay en otros momentos, pero ninguna tan profunda como ésta, pues se unen factores coyunturales, como langosta, sequía, malas cosechas, enfermedades, etc., con la expulsión de una minoría y la más que probable crisis de las actividades secundarias y terciarias, junto con un fuerte esfuerzo fiscal.

A principios del siglo XVII y dentro de este amplio período de decadencia, tenemos dos grandes crisis agrarias: 1604-1605 y 1615-1617. Los inviernos de 1603-04 y 1604-05 fueron secos. Una vez más, el monarca dio orden de buscar personas que tuvieran pan para obligarles a venderlo al pósito y, asimismo, dio facultad al concejo para repartir grano a los labradores «que vos constase tener hechos los barbechos. Se inicia en esta crisis la costumbre de pedir dineros a censo para proveer el pósito, hecho que había sido excepcional en siglo anterior y ahora se convertirá en norma. En agosto de 1604, Ciudad Real obtuvo licencia del monarca para tomar a censo 4.000 ducados destinados a la compra de pan. En noviembre de dicho año tomó otros 3.000 con el mismo fin. Y al año siguiente, en agosto de 1605, a la ciudad le fue concedida facultad para tomar 10.000 ducados a censo. Es decir, en poco más de un año, la ciudad se endeudó en 17.000 ducados. Estas deudas, contraídas en un mal año y para hacer frente a una situación concreta, se arrastraban durante años y suponían una pesada losa sobre el patrimonio municipal que acababa repercutiendo en las economías domésticas. Todavía en esta ocasión la rebaja de intereses de los censos al quitar vino en auxilio tanto de la ciudad como de otros muchos deudores.

Ahora bien, esta crisis con toda su espectacularidad, fue ampliamente superada por la de 1616-1617 que cabe inscribir en un período generalizado de sequía. En noviembre de 1613 hubo ya procesión para implorar la lluvia. En abril de 1616 rogativas a la Virgen del Prado con el mismo fin. Estas funciones religiosas se repitieron en noviembre. La cosecha de 1616 fue la más baja de los tiempos modernos; un 90 por 100 inferior respecto a la media de 1592-1604. Nuevamente, la ciudad acudió a préstamos. Tomó 8.000 ducados a censo con la obligación de redimirlos a los tres años. Acabado el plazo en 1619 la ciudad no pudo amortizar su deuda, alegando sequía, langosta y grano de mala calidad. Si redimía el censo,, el pósito perdería mucho dinero por ser el grano de mala calidad y poderlo vender por muy poco:

«así por la corta cosecha que había habido este año en esa ciudad y su tierra y mala de suma naturaleza, por ser el trigo que se había cogido casi inútil v sin provecho para poderse comer y haber habido en toda esa tierra muy gran cantidad de langosta...»

Grabado del siglo XVII de la imagen de Nuestra Señora del Prado, Patrona de Ciudad Real.   Grabado del siglo XVII de la imagen de Nuestra Señora del Prado, Patrona de Ciudad Real.

Efectivamente, en 1619 y 1620 se registran procesiones por la langosta y en 1622 por la falta de agua. Todo esto genera una conciencia de que la ciudad está perdida irremisiblemente, como veremos en los capítulos de 1622. Así la ciudad consiguió una rebaja en el servicio ordinario y extraordinario para el trienio 1618-1620, consiguiendo también otra prórroga de la baja para el trienio siguiente, 1621-1623, porque:

«su vecindad iba cada día en más disminución.»

En este trágico cuarto de siglo tiene lugar un fenómeno de gran trascendencia para la vida material de buena parte de los ciudarrealeños: el hundimiento de los terrazgos. La renta de las heredades de Ciudad Real -gran extensión de tierra calma de pan llevar que puede estar bajo un lindero o en diversos pedazos- había crecido hasta el año 1600.

Ya a principios de siglo tiene una ligera regresión, pero la mayor caída proporcional se produce entre 1611-1620. En pocos años, los rentistas de Ciudad Real percibieron, por término medio, un 30 por 100 menos. El efecto de la expulsión de los moriscos resulta palpable y es la causa principal de esta caída; pero no única. Una vez más, hay que considerar como muy probable la pérdida por emigración de otros vecinos, aparte de los cristianos nuevos. El precio de los arrendamientos siguió bajando de forma más moderada, salvo en el período 1651 a 1660 en que volvemos a tener una cuantiosa disminución con respecto al período anterior. Los rentistas de mediados de siglo, cobraban aproximadamente la mitad que los de 1591-1600. El resto del siglo la renta de la tierra se mantuvo estabilizada en tan exiguos valores. No hubo, por lo tanto, recuperación de los terrazgos en el siglo xvii, a pesar de que la población mostró una lenta marcha ascendente desde 1625.

La renta de los quiñones -fincas de escasa extensión y de tierra suelta y fresca- no sufrió un hundimiento tan acentuado como la de las heredades, aunque ésta no tiene tanta significación para establecer la conyuntura como la de aquéllas, pues la superficie de esta clase de tierras era infinitamente menor que la de calmas de pan llevar.

Con todo, el hundimiento de la renta de la tierra, a pesar de su magnitud, no fue lo más grave para los rentistas. Lo peor vino cuando muchos de ellos no encontraron quienes tomaran en arrendamiento sus fincas. Así pasaba, entre otros muchos ejemplos que podríamos aportar, con las tierras y casa de campo propiedad de la capellanía que fundó Juana del Valle:

«las cuales había seis años poco más o menos que no se arrendaban a falta de los moriscos que las solían cultivar y la casa estaba maltratada y se llevaban las puertas, teja y madera e iba en mucha disminución por estar en el campo...»

Evidentemente, esta situación tenía que haber beneficiado a los labradores arrendatarios; sin embargo, éstos se encontraban demasiado descapitalizados. Además, la renta de la tierra es sólo uno de los elementos de los costes agrarios. Los demás siguieron subiendo y, sobre todo, sus empresas no estaban preparadas para hacer frente a tal coyuntura.

Los privilegiados, por su parte, ante semejante caída de las rentas, hicieron frente a la situación de distintas formas, como veremos al tratar de los grupos sociales ciudarrealeños.

Los años centrales del siglo fueron también malos, especialmente 1648, que registra una plaga de langosta, 1650 y 1667, sin duda el peor año después de las hambres de principios de siglo. La ciudad llevaba ya varios años con fuertes irregularidades en las cosechas, especialmente a partir de 1664. La reiteración de estas dificultades daba lugar a las tradicionales peticiones de espera en las rentas, ya muy inferiores a las del XVI, como la que dirigió Gabriel de Corch, labrador de Ciudad Real, al Consejo de Castilla en agosto de 1668:

«que por cuanto este presente año ha sido muy estéril en los frutos del pan, de tal manera que los labradores todos han cogido muy escasamente el pan de trigo v cebada que tenían sembrado, dejándose en las hazas mucha parte de la siembra por no poderse segar ni arrancar, de tal manera que no pueden pagar la renta de las tierras que tenían sembradas, antes han menester para sustentar su labor, mulas y gañanes, empeñarse y vender sus bienes, por cuya causa quiere suplicar a Su Majestad y señores de su Real Consejo, se sirva de darle provisión real para que los dueños de las tierras que tiene arrendadas le den espera hasta la cosecha del año que viene de seiscientos y sesenta y nueve...»

No obstante, en 1669, por lo menos los vecinos de Las Casas, anejo de Ciudad Real, también tuvieron que pedir espera, pues una tremenda granizada cayó el día de San Pedro arrasando las mieses.

Las esperanzas de recuperación del comienzo de la década de los setenta quedaron bruscamente cortadas o al menos seriamente limitadas por la serie de malos años que padeció Ciudad Real a partir de 1677. Enfermedades epidémicas se cebaron sobre la ciudad en agosto de 1677 y en el año siguiente. La epidemia de 1683 a 1685 parece haber sido de tifus. Según Kamen, la ciudad tuvo 1.198 víctimas mortales entre el 1 de mayo de 1684 y el 16 de enero de 1685, lo que resulta coherente con los 283 enterrados en Santa María del Prado en 1684. Sin embargo, a pesar de esta sobremortalidad, de la que, desde luego, hay que descontar la mortalidad ordinaria, la estimación de Kamen de que la ciudad perdió la mitad de su censo, resulta exagerada. Las series de bautismos no permiten, como suele suceder en estas sobremortalidades catastróficas que tanto impresionaron a los contemporáneos, corroborar visiones tan pesimistas. La crisis fue muy grave, pero ni la ciudad tenía 800 vecinos, como en 1681 pretendía hacer creer el ayuntamiento al Consejo de Hacienda, ni había perdido la mitad de su censo como estima Kamen. Todo lo más, y ya es bastante catástrofe, había dado al traste con un esperanzador crecimiento de fin de siglo que seguiría discurriendo entre dificultades, como la plaga de la langosta de 1693.

La crisis del siglo XVII y su percepción

A la hora de tratar de las crisis del XVII conviene distinguir entre las de carácter temporal, muy llamativas por generar una amplia colección de medidas de buen gobierno por parte de las autoridades municipales, destinadas o a evitar el contagio o a abastecer la ciudad, y aquellos males de carácter estructural, mucho menos espectaculares, causantes de que la repercusión de las primeras sea mayor.

La vida material de Ciudad Real presenta en la Edad Moderna una serie de problemas estructurales, algunos específicos, como su término municipal limitado para la importancia de la población, y otros generales, fundamentalmente la fiscalidad, que hicieron que esta ciudad tuviera unas posibilidades de crecimiento muy limitadas, hasta el punto de que las carestías o las epidemias tuvieran una repercusión desproporcionada en determinados momentos de su historia; por ejemplo, el primer cuarto del XVII.

Los veinte primeros años del XVII representan, como hemos dicho, una ruptura en la evolución material de la ciudad que la marcaría durante muchos años. Dentro del ambiente reformista de los primeros años del reinado de Felipe IV, cabe inscribir la real cédula enviada a todas las ciudades reino, ordenándoles proponer las medidas que, a su juicio, debían tomarse para aliviar el reino. Son años en que el reformismo del gobierno de Felipe IV toma conciencia de la crisis general que afecta, sobre todo, a la Corona de Castilla y trata de preparar un amplio programa de medidas para paliarla. La política exterior echaría en saco roto tan laudables intenciones.

En sesión del 22 de septiembre de 1622, el Ayuntamiento de Ciudad Real, bajo la presidencia del doctor don Francisco de Peñafiel, su corregidor, y con asistencia de doce regidores y dos jurados, elaboró unos capítulos, remitidos posteriormente a Toledo, para su exposición al monarca.

Protocolo notarial por el que Hernando de Zafra   Protocolo notarial por el que Hernando de Zafra, morisco natural del reino de Granada, ante su inminente expulsión traspasa a Fernando Díaz Biedma sus sembrados: 20 fanegas de trigo y 10 de cebada en Valverde (15.4.1610. Archivo Histórico Provincial).

Los capítulos contienen veladas críticas a la Administración de los Austrias, desconfianza hacia Madrid, ideas mercantilistas, etc., de tal forma que algunas de las peticiones hechas por el ayuntamiento ciudarrealeño llevan años sonando en todos los ambientes reformistas y, por lo tanto, son poco originales; todo lo más reflejan el sentir de una época. Por ejemplo, prohibición de vestir seda a personas que no sean nobles, prohibición de entrada de mercancías extranjeras -azabaches, vidrio, telillas y cosas artificiosamente hechas-, desconfianza hacia los mercaderes de lana genoveses a quienes pretenden prohibir que saquen la lana del reino, si no fuera hecha paños. La ciudad entiende que si esto no es posible, al menos se les obligue a pagarla de contado. También los portugueses son objeto de recelos: pretenden prohibirles la entrada de lencería, permitiendo que este trato recaiga en los vizcaínos con el argumento, bastante necesitado de matización, de que ayudan a llevar las cargas del reino.

De la necesidad de una reforma monetaria para hacer frente a la escasez de la plata también se hacen eco los oficiales del Ayuntamiento de Ciudad Real, no sabemos si motupropio o inducidos, y, en consecuencia, solicitan el alza del valor de la moneda.

Dentro del grupo de remedios específicos para la ciudad, los más interesantes para nosotros, destacaremos la petición, situada a la cabeza de los capítulos, destinada a restaurar la población de la ciudad -el despueblo de esta ciudad es muy grande y no tendrá otra restauración... »- que convertirla en un oasis fiscal. Los regidores proponían encabezar las alcabalas, por la cantidad que cómodamente pudiere pagar», para después pregonar en toda la comarca:

«que todos los que quisieren venir a vivir y poblar la dicha ciudad serán libres de pagar alcabalas por tiempo de diez o doce años y la ciudad se restaurará, viniendo a ella gente que labre y cultive los campos y heredades que en gran suma están perdidas por falta de la gente que las cultive y la Real Hacienda no pierde, antes se interesa mucho y muchos se avecindarán que andan vagando.»

La oligarquía de Ciudad Real, a diferencia de la de otras ciudades de Castilla, sí tenía intereses agrícolas y ganaderos. Por ello en los capítulos hay algunas referencias que sólo pueden entenderse bajo la perspectiva de una ciudad que está viendo bajar sus rentas y, por el contrario, subir los precios de los jornales y cosas necesarias para la labor. En el mismo sentido cabe interpretar la petición de que se ponga tasa en los zapatos -parte importante del salario de los trabajadores del campo- y en otras mercancías «principalmente en todas las cosas tocantes al ministerio de la labor». Solicitan al monarca que los corregidores pongan tasa en los jornales a la gente del campo y se les limite la libertad de movimientos:

«y se les prohiba no vavan a trabajar a otros lugares que los que tienen su vecindad...»

Asimismo, bajo una aparente preocupación por el orden público rural, los munícipes ciudarrealeños -alegando que en el campo hay gran número de gente pobre y de bajo estado... que pudieran acudir al beneficio de la labor...»-, proponen que se les prohíba cazar sin licencia de la justicia ordinaria de las ciudades. Parece poco probable que ese número de vagabundos llegara a tal extremo que viniera a solucionar la falta de brazos, pero resulta indudable que los regidores de Ciudad Real pretenden cortar otras formas de sustento con el fin de abaratar los costes de la agricultura. Como vemos están enunciando medidas semejantes a las leyes de pobres anglosajonas de la misma época.

La visión de la Corte como sanguijuela que se lleva la sustancia del reino y a la que acuden a gastar caudales personas de toda condición fue una de las constantes de la España del Barroco. Madrid creció desde 1561 a costa de ambas Castillas y allí fueron a parar, poco a poco, trabajadores, desde luego, pero también nobles y personas que pretendían un puesto en la cada vez más compleja Administración de los Austrias. Ciudad Real, ciudad mesetaria, no podía mostrarse insensible a la marcha de sus hijos hacia la Corte y pretende evitarlo por dos vías: control de la población madrileña y descentralización administrativa.

Alguna de estas propuestas son lugares comunes; así piden que los oficios no se provean en los pretendientes, sino en personas de mérito que, además, deberán esperar la provisión en sus casas. Otra propuesta consiste en llevar padrón riguroso de la villa de Madrid donde, al entender de los regidores ciudarrealeños, debía existir una fuerte población flotante que ve la Corte como un oasis fiscal.

Ahora bien, particular interés tiene para nosotros la propuesta de descentralización administrativa. Quizá en aquellos años los regidores ciudarrealeños cobran conciencia de la necesidad de un sector servicios fuerte que podría salvar a una ciudad con un corto término municipal, una industria prácticamente hundida, una agricultura en retroceso y sin ningún signo que anunciase el cambio de tendencia. Es decir, se trata de convertir a la ciudad en un núcleo con un fuerte sector terciario. Y así piden que, atento a la Chancillería de Granada residió en Ciudad Real «por muchos años>> -sólo diez-, se traslade de nuevo a su sede originaria, lo cual indudablemente era irrealizable, tanto por el elevado peso que tenía Granada dentro de la Corona de Castilla, como por el papel asignado a la Chancillería en la vida granadina, de tal forma que su ayuntamiento no iba a tolerar fácilmente su salida. Como los redactores sospechaban la dificultad de llevar a la práctica esta petición, proponen otra en el caso de no aceptarse la primera: de los distritos de Valladolid y Granada tomar una parte para crear en Ciudad Real una Chancillería de la zona centro: Toledo, Extremadura y La Mancha, cosa que no es descabellada, si se tiene en cuenta el amplio distrito territorial perteneciente a los dos tribunales. Ahora bien, que ese tercer tribunal le fuera a tocar a Ciudad Real estaba por ver. Por si esto fuera poco, proponen que Su Majestad mande salir algunos Consejos de la Corte, pidiéndose Ciudad Real el de Ordenes «por estar tan cerca de los maestrazgos», razón que podían esgrimir otras muchas ciudades. No resulta difícil imaginar la opinión de consejeros y burócratas ante propuestas como ésta, si llegaron a conocerlas. Y es que la oligarquía de Ciudad Real, como ya dijimos, siempre estuvo esperando la llegada de un maná que la sacara de su postración: una Chancillería, un Consejo, un regimiento, una Universidad...

En el reinado de Carlos Il volvió con fuerza el arbitrismo y el reformismo. Curiosamente, los peores momentos del siglo XVII ya habían pasado y muchas localidades, entre ellas Ciudad Real, experimentaban síntomas de recuperación demográfica y económica más o menos acusados, según los casos. Son los años del ataque a la fiscalidad, de la reorganización monetaria y de la elaboración de muchos proyectos que el XVIII haría suyos. Por lo que se deduce de diversos testimonios, en aquellos años vivieron en Ciudad Real personas, pertenecientes a la oligarquía, civil o eclesiástica, que vieron con tristeza el panorama de su localidad. Quizá sean éstos los tiempos del nacimiento de la mitificación de la historia de Ciudad Real, lo que en un contexto de gobierno nobiliario, más permisivo con cierta autonomía oligárquica local, sirve de velada crítica a la política intervencionista en todos los ámbitos de los anteriores monarcas. Una vez más, los ideales poblacionistas propios de la Ilustración hunden sus raíces muchos años antes. En una academia poética celebrada en Ciudad Real en 1678, a la que ya hemos hecho mención, uno de los vates en unos lacrimógenos versos-«Pues el asunto a lágrimas me inclina>>-- considera como causas fundamentales de su decadencia la expulsión de los moriscos y la prohibición de echar las yeguas al garañón, medida que arranca del reinado de Felipe II, nunca cumplida en Ciudad Real ni en el Campo de Calatrava. Interesante es la mención a esas huertas, corralejos y herrenales; Ciudad Real debía presentar un aspecto deplorable en el siglo XVII, aspecto acentuado por su escasa urbanización, por el legado medieval de tener dentro de la ciudad numerosas huertas y corrales y, en definitiva, por un circuito siempre excesivo para su población que no sería rebasado hasta la segunda mitad del siglo XX. Bajo la idea de que la riqueza sustenta, adorna y revalida la nobleza: «la hacienda es firmísima muralla de la honra, el poeta lamenta la falta de hombres -que significan alza de rentas y jornales harátos- y del trato ganadero, como caudal específico de los grupos dirigentes. Son los pilares sobre los que se asentaba la base material de la oligarquía y, en definitiva, el papel económico de Ciudad Real.

«Caídos ya sus altos obeliscos Por la expulsión fatal de los moriscos, Siendo celo más santo que severo, Del que de los Felipes fue el Tercero, Aunque diga el refrán con elegancia, Que mientras son más moros, más ganancia. La nobleza, que ufana, Su altivez conservaba muy lozana, Ya casi pide treguas Por faltarle las mulas y las yeguas, Sirviendo de Atlante a sus blasones El perdido caudal de garañones, Porque la hacienda en cualquier batalla Es de la honra firmísima muralla. Aquestas dos razones, la falta del morisco y garañones, la han puesto en tal estado Qué sólo le ha quedado De lo que fue señales En huertas, corralejos y herrenales; Y al ver su desconsuelo, Mis lágrinas te dicen hasta el suelo: ¡Ay de ti, Ciudad Real, cómo no lloras, Si ves cuanto por puntos te empeoras!»

Tres años más tarde, el 9 de abril de 1681, la justicia y regimiento de Ciudad Real, reunidos en su ayuntamiento, acordaron enviar un caballero regidor a Madrid -para tal menester fue designado don Cristóbal Treviño y Bermúdez- a pedir la rebaja de sus encabezamientos, alegando los siguientes motivos:

«por haber proseguido en los encabezamientos desde el año de seiscientos v diez que tenía más de dos mil vecinos y hallarse hoy con menos de ochocientos y éstos muy pobres; por haber faltado más de 800.000 ducados de los caudales de caballeros ricos que han fundado conventos y obras pías y, casado sus hijos e hijas fuera de esta dudada con que ésta totalmente arruinada; a que se junta el haber asimismo faltado seis mercaderes los mayores contribuyentes, siendo los tres portugueses que los llevó presos el Santo Tribunal de la Inquisición y los otros tres por homicidas de otro de su trato; han perdido la tierra y las haciendas en cuya ocasión sobreviniendo la baja de moneda, aunque con motivos tan justos, ha esterilizado la paga y satisfacción en especie de dinero que no es posible poder hacer el pago....

La exposición de motivos es breve, plañidera y no exenta de algún lugar común, aunque no carece de interés, pues constituye un análisis de la decadencia de Ciudad Real, que, como todos los documentos de este tipo, debe tomarse con reservas. Las causas de la decadencia de Ciudad Real son:

a) De naturaleza fiscal, es decir, haberse mantenido los encabezamientos desde 1610 en que la ciudad tenía más de 2.000 vecinos, mientras que en el momento de redactarse el memorial sólo contaba 800. Como vemos, la cifra de partida puede aproximarse a la realidad -quizá algo sobrevalorada, pero lejos de las exageraciones ya mencionadas-„ mientras que los 800 vecinos o se trata directamente de una invención, destinada a rebajar impuestos, o se refiere a vecinos en condiciones de contribuir; en todo caso no concuerda con las series de bautismos. Tampoco es exacto decir que los encabezamientos se han mantenido en la cifra de 1610, pues hubo diversas rebajas, aunque éstas quedaron ampliamente compensadas por la creación de nuevos impuestos.

b) Es interesante, también, la mención a la falta de caudales de caballeros muy ricos que han ido a parar a instituciones eclesiásticas o que han salido fuera de la ciudad. Durante el siglo XVIII se insistió reiteradamente en el problema de la amortización y del trasvase de bienes a manos muertas. Se ha exagerado mucho en dicho sentido. Ahora bien, esto no quiere decir que, en localidades concretas como el caso de Ciudad Real, ese trasvase no tuviera graves consecuencias. En todo caso, y esto es lo importante para nosotros, se trata de un fenómeno que los capitulares han visto con preocupación y del que, en parte, sus familias han sido protagonistas, pues a la altura de 1680 todavía debía quedar en la memoria de estos hombres las grandes fundaciones de fines del XVI y principios del XVII. Lo de menos, por lo tanto, es que fueran exactamente por valor de 800.000 ducados. Resulta muy interesante la mención al casamiento de los hijos e hijas de caballeros con gentes de fuera de la ciudad. Es la primera vez que conocemos plantear este problema que aparecerá con fuerza en el XVIII y, en absoluto, tiene un carácter anecdótico: no se trata sólo de la salida de los que no tienen trabajo, no se trata sólo de la de los moriscos, sino también de la huida de las clases dirigentes, para las que la ciudad resulta ya un marco demasiado estrecho. Este es un problema que, como vemos, aparece en el XVII, cobra vigor en los siglos XVIII y XIX y culminará en el XX.

c) Disminuido el caudal de los caballeros por las razones dichas en el apartado anterior, los capitulares analizan el destino de los mercaderes, entendiendo por tales los mercaderes gruesos, aquellos que tienen por oficio comprar y vender a gran escala y, por lo tanto, los que mayor caudal de impuestos podían generar. El documento alude a la quiebra de la actividad mercantil y el cuadro que pintan de los mercaderes de Ciudad Real no es muy halagúeño: tres portugueses herejes y otros tres homicidas que fueron a parar al Santo Oficio y otros a los tribunales ordinarios, respectivamente. Lo de menos es que éste fuera su destino; lo importante, que la actividad mercantil, vigorosa en el XVI según se deduce de los padrones, haya desaparecido prácticamente de la ciudad.

d) A todo ello, se añadieron los conocidos efectos de la drástica reforma monetaria de 1680. Ciudad Real, como toda la Corona de Castilla, vive inmersa en un clima de enrarecimiento pecuniario. La solución propuesta por los capitulares de Ciudad Real para paliar tantos y tan variados males pasa por la autonomía en la recaudación de impuestos y, por supuesto, en no rendir cuentas de ellos en el Consejo de Hacienda. Por tanto, el caballero regidor, diputado a la Corte, debía negociar un indulto impositivo a cambio de un fuerte servicio en dinero. En definitiva, que la Real Hacienda se conformara con coger un cupo de Ciudad Real y dejar a la oligarquía su administración, cobranza y destino. A la mentalidad actual chocan propuestas como la descrita -sustancialmente no muy diferente de otras puestas en práctica en la España de las autonomías-, pero, sin embargo, debemos concluir que, aun con las posibles injusticias, no resultaban más dañinas, antes al contrario, que los tradicionales sistemas de recaudación, encabezamiento y arrendamiento.

Las dificultades del siglo XVIII

La población de Ciudad Real aumentó en el siglo XVIII en unos términos modestos, pero, a pesar de ello, sufrió numerosos problemas de abastecimiento. La preocupación esencial de su Ayuntamiento fue tratar de surtir a la ciudad de pan y, en menor medida, de otros productos de primera necesidad, además de socorrer, a través del pósito, a unos labradores descapitalizados. Frecuentemente, éstos precisaban de continuo préstamos, tanto para hacer las barbecheras, como para las sementeras e incluso para afrontar los gastos del agosto.

Precisamente, en las primaveras de principios de siglo, los responsables del pósito hicieron frecuentes repartos de granos -de unas mil fanegas cada uno-que los beneficiarios reintegraban con un interés de dos celemines por fanega en los malos años y con uno en los normales.

Según Kamen, la causa de la gran subida de precios de los años de la guerra de Sucesión fueron las pésimas condiciones meteorológicas y no las operaciones bélicas. Lo cierto es que todo el comienzo del siglo XVIII fue de irregularidades climáticas que culminan en la gran crisis de los años 1708-1710. Ya en el agosto de 1706 los labradores ciudarrealeños no pudieron reintegrar el grano al pósito por la mala cosecha. Llegado el momento de su devolución, esta institución benéfica municipal les hizo pagar sólo los intereses del trigo recibido -las creces-, como si de nuevo lo prestara, aplazando el reintegro al año siguiente. Los registros de trigo, como el decretado por el ayuntamiento en octubre de 1706, año de pésima otoñada, serán tan frecuentes en el XVIII como ineficaces. En el citado año, los labradores, una vez más, no tenían grano para sembrar, por lo que solicitaron nuevos préstamos del pósito. Por otra parte, en los últimos meses de 1706, la langosta visitó el término de Ciudad Real, dando lugar a que todo el invierno y la primavera de 1707 estuviera el ayuntamiento ocupado en procurar la extinción de la plaga, lo que se prolongó durante todo el año siguiente. La lucha contra la langosta, auspiciada desde los más altos órganos de la Monarquía borbónica, fue una de las ocupaciones esenciales de los miembros del concejo ciudarrealeño durante el siglo XVIII. Surge la tentación de pensar en un aumento de esta plaga durante el Setecientos, dado el gran cúmulo de noticias sobre ella e incluso la publicación de obras especializadas. Sin lugar a dudas, el incremento de la producción, con la extensión del arado a tierras marginales y alejadas de la ciudad, despertaba una mayor sensibilidad por este problema y el concejo ciudarrealeño trató de hacerle frente con diversos medios de regular eficacia.

En enero de 1708 se celebraron en Ciudad Real rogativas motivadas por el exceso de lluvias. A finales de febrero y principios de marzo, la ciudad se encontraba inundada. Para evitar la destrucción del trigo del pósito hubo que sacarlo en barcas, mientras que en la cercana aldea de Peralvillo, jurisdicción de Miguelturra, rescataron el Santísimo en una embarcación para llevarlo a la ermita de la Virgen de la Estrella. Las lagunas cercanas a Miguelturra, según Domínguez Ortiz, sólo se juntaron en tres ocasiones, siendo ésta una de ellas. Asimismo, las aguas desbordadas del Guadiana impidieron trabajar a los molinos ciudarrealeños. El trigo empezó el año a 18 reales, pero en agosto costaba a 25 y 28. El ayuntamiento ordenó ejecutar registros para requisar el grano sobrante, prohibiendo asimismo su saca. El concejo se vio obligado a adquirir cereales para el pósito en Manzanares, Membrilla y La Solana. El cabildo solicitó al rey que, a causa de la escasez originada por las inundaciones y la langosta, perdonase

las cantidades que la ciudad debía a la Real Hacienda. Desde el mes de agosto de 1708 se extendió una fuerte mortalidad. Los meses peores fueron los de septiembre y octubre. Sin duda, las lluvias originaron numerosas balsas de aguas estancadas, caldo de cultivo propicio para el desarrollo de las tercianas.

En 1709 los precios subieron todavía más. El trigo estaba en febrero a 44 reales fanega, a 60 en abril y a 66 en julio. El pan llegó a costar 44 mrs., lo que supone un aumento del cien por cien sobre el precio del año anterior, ya muy por encima del normal. El ayuntamiento tomó las clásicas medidas corrientes en estos casos: prohibir saca de pan y ordenar panificar otros cereales menos costosos, pues se llegó a elaborar pan de cebada. Durante el año 1710 los precios comenzaron a descender, aunque muy lentamente, pues todavía en abril costaba la fanega de trigo a 30 reales, doce más que el precio de tasa. Hasta 1714 el precio del grano no recuperaría los valores normales, aunque los años sucesivos conocieron los clásicos problemas de sequías primaverales y otoñales.

Desde un punto de vista demográfico, la crisis de 1708-1710 fue grave como testimonian los libros de acuerdos y los gráficos de producción, bautismos, entierros y defunciones. No parece posible, no obstante, culparla de que hasta 1725 no se produjera un despegue significativo, pues la tendencia ascendente de fines del XVII se había ya roto. La crisis de 1708 se cebó, pues, sobre una demografía y una producción vacilantes. Cabe apuntar, a título de hipótesis, que estos malos años, con sus elevados precios, convencieran a quienes tenían tierras de que la labranza podía ser remuneradora, quebrándose así una tendencia muy acusada en el siglo anterior de circunscribirla a las mejores tierras. Sin una vuelta a la roturación de fincas abandonadas, no resulta posible explicar los altos valores de los diezmos de los años veinte.

En 1720 los campos de Ciudad Real conocieron de nuevo la visita de la langosta, plaga que se prolongó durante los dos años siguientes. En junio de dicho año la ciudad bajo pena de requisa y de 10.000 mrs. de multa prohibió la saca de trigo, aunque en este año los precios reflejados en los libros de acuerdos no parecen haber sido especialmente altos. Durante estos años, el concejo ordenó hacer buitrones de 10 a 16 varas de largo para proceder al combate de la langosta. Según consta en una sesión de mayo de 1723 se había logrado enterrar 16.000 arrobas de langosta con un coste de 12.000 reales. Precisamente, fue 1723 el más duro de este período. Nuevamente se reiteró la prohibición de saca y hubo uno de esos choques tan frecuentes entre autoridad civil y eclesiástica por motivos de abastecimiento. El ayuntamiento amenazaba con informar al Consejo de Castilla, si los eclesiásticos no daban cuenta del grano que tenían almacenado. Los años siguientes fueron de precios bajos, a pesar de problemas de langosta, como en 1730, o de rogativas ocasionales por la falta de lluvias. La favorable conyuntura queda probada tanto por los gráficos de producción como porque el pósito tuviera problemas para deshacerse del grano encamarado, adquirido en años anteriores a mayores precios.

La crisis de 1734-1740 dio al traste con un período de floreciente crecimiento de la población y de la producción ce realista. Surge en seguida la tentación de plantear una posible ruptura poblaciónrecursos, aunque esto sea difícil precisarlo con exactitud. De todas formas, esta crisis no supuso excesivas sobremortalidades, aunque se cebó sobre todo en los bautismos y matrimonios. En agosto de 1734 el ayuntamiento de Ciudad Real ordenó hacer registro de granos y panadear centeno «para que no falte a los muchos pobres que tal vez no tendrán con qué comprar el pan de trigo». Aunque más barato que el de trigo, su precio superaba al de éste en los años normales. Ciudad Real, como la mayoría de las poblaciones de la época, tenía unas comunicaciones precarias que incidían negativamente sobre el comercio, como queda reflejado en esta petición de uno de los miembros del concejo, que apremiaba a realizar cuanto antes las compras de grano para el pósito:

«En el otoño se hará impracticable la conducción de dichos granos, tanto por las aguas en que los caminos se ponen pesados, como por la falta de paja y cebada para las caballerías...»

Para hacer frente a las distintas crisis, el siglo XVIII fue prolijo en juntas, que trataban de ser representativas de los elementos de más saber y gobierno de la ciudad. En este año se constituyó una formada por el vicario eclesiástico, los tres párrocos, un regidor, el administrador de las rentas provinciales y un abogado de los Reales Consejos. Realizaron registros de granos, pues calculaban que existían en aquellos momentos en la ciudad más de 18.906 fanegas de trigo, 12.697 fanegas de cebada y 2.139 fanegas y celemines de centeno, cantidad suficiente para abastecer la ciudad durante bastante tiempo. También, como en estas ocasiones, el Ayuntamiento decretó la expulsión de forasteros, sin duda venidos de otras localidades donde no había conventos ni otras instituciones de beneficencia. El año de 1735 supuso un respiro. En marzo la ciudad ordenó celebrar una función de acción de gracias por la lluvia y por el buen abasto de pan, función que se repitió en julio porque la epidemia que padecía el reino no era muy intensa. De todas formas, en el agosto los precios del grano se situaban muy por encima de la tasa. Felipe V concedió en dicho año la prórroga de la baja de la tercera parte del Servicio Ordinario y Extraordinario.

«por la suma pobreza en que se hallan por el estéril año que habían experimentado en que vieron sus naturales en la infelicidad de alimentarse de yerbas silvestres de que resultó extenderse una rigurosa epidemia de enfermedades y muertes que ha reducido a muy corto número el de los contribuyentes...»

El Ayuntamiento pretendió hacer creer al Consejo de Hacienda que el vecindario había quedado reducido a 647 vecinos, incluyendo viudas, pobres, eclesiásticos y nobles, lo que no tuvo ni siquiera en los peores momentos del XVII. Hasta 1740 los precios no subieron excesivamente, aunque el concejo tuvo que estar muy vigilante para impedir la saca de granos, llegando a detener a arrieros andaluces que pretendían llevárselo. Asimismo, fijó el precio del pan para los forasteros a 40 mrs. las dos libras, pues en Ciudad Real, lo mismo que en otras muchas poblaciones, en los momentos de crisis el pan corría a dos precios distintos: uno para los vecinos y otro, más elevado, para los forasteros, con el objeto de desanimar su saca. Nuevamente, en 1736 y 1737 se reprodujeron las irregularidades climáticas. En todas estas crisis se planteaba el problema del acaparamiento, causa de la carestía en tanta o en mayor medida que la escasez. Así en 1738 el ayuntamiento pidió a los distintos partícipes en los diezmos que vendieran el grano, recordándoles la orden del arzobispo de Toledo de darlo a los precios corrientes. Las providencias del arzobispo servían para poco por el propio sistema de arrendamiento y percepción de diezmos. La naturaleza de las actividades de los especuladores, arrendatarios de los derechos decimales, queda de manifiesto en este texto de don Francisco Treviño Calderón de la Barca, teniente de corregidor de Ciudad Real en 1738:

«lo que no tuvo efecto -la venta de grano a la ciudad- por haberlos extraído ocultamente dichos terceros, vendiéndolos al excesivo precio, valiéndose de personas de su confianza para que disimuladamente lo hiciesen, extendiéndose hasta privarles a los mismos partícipes...»

Según don Francisco Treviño, el corregidor había puesto candados en las casas tercias para impedir la saca del grano dezmado, aunque el contador de rentas decimales los mandó quitar.

El año de 1740 estuvo marcado por la escasez y por una otoñada seca, así como por enfermedades. La ciudad percibió con nitidez la salida o muerte de vecinos que se notaba especialmente tras el período floreciente vivido años atrás. Varias veces a lo largo de este año acudió la ciudad a la Virgen del Prado por estar:

«el miserable e infeliz estado en que contempla su vecindario, así de resultas de los años calamitosos que ha padecido como de las continuas enfermedades que actualmente se sufre con pérdida de número considerable...»

Hasta 1744 no volvemos a tener noticias de sequías anormales ni de epidemias. En 1747 hay mención a otra epidemia y en octubre a sequía otoñal. Ya fuera por la langosta o por la mala otoñada o por ambas causas a la vez, 1748 fue año de precios altos. El final del invierno de 1750 y la primavera resultaron, al parecer, extremadamente secos. Tras varias rogativas el ayuntamiento decretó, una vez más, la expulsión de los forasteros:

«que considerando la ciudad las varias familias de forasteros que han venido a ella sin haber tomado formal vecindario ni convenir en las presentes circunstancias que se les admita a él por el mayor consumo de pan que causarán; que se les requiera que dentro del tercero día salgan y se restituyan a sus respectivas vecindades...»

Nuevamente tenemos a los capitulares dedicados a efectuar registros que parecen haber dado algún fruto y la compra de grano en el exterior, esta vez en Extremadura. En 1752 hubo una epidemia de tercianas que no ha dejado demasiado rastro en las series, aunque la ciudad hizo rogativas por el gran número de enfermos.

Entre 1757 y 1759 hubo otra vez langosta, especialmente el último año. La reliquia de San Gregorio, abogado contra esta plaga, estuvo en Ciudad Real en la primavera de 1757, siendo recibida con toda solemnidad por el Ayuntamiento. El sitio más infectado, según reconocimiento efectuado por los capitulares, era la Atalaya. Nuevamente, las medidas clásicas: llevar cerdos para comer el canuto y enviar trabajadores con buitrones con un jornal de dos reales y medio. El año de 1762 fue muy de un clima muy irregular; en el mes de junio, la lluvia y el granizo arruinaron las cosechas. Un mes de julio excesivamente caluroso coadyuvó a que se desatasen las enfermedades endémicas en la ciudad. El invierno de 1763 también conoció lluvias incesantes que arruinaron algunos edificios.

La crisis agrícola originada por la sequía, que sufrió Ciudad Real en el año 1764 y parte del siguiente, puso sobre el tapete en las sesiones del concejo, como escribe Espadas Burgos, toda la serie de problemas ancestrales de la producción y abastecimiento de la ciudad. El precio del grano pasó de 40 reales fanega a 50 en poco tiempo y el del pan se disparó vertiginosamente. Parece que en esta ocasión, como en tantas obras, hubo una gran ocultación de granos a la espera de mayores subidas de precios, a pesar de las órdenes reiteradas de los órganos de gobierno de la Monarquía para que no se vendiera el grano a precio superior a la tasa, institución inútil sobre la que ya planeaba la supresión. Por si fuera poco, en las localidades comarcanas, el grano estaba a más altos precios, con la consiguiente salida de la ciudad de los cereales acaparados. El año siguiente fue malo y no faltan palabras trágicas en los libros de sesiones «no se oscurece a ninguna reflexión el que esta ciudad en la mayor parte se despueble...». Sin embargo, en 1766, una excelente cosecha hizo olvidar la grave crisis y el pósito tuvo el problema de deshacerse del pan adquirido a altos precios. Este era un grave problema, pues el granero municipal, para tener abastecida la ciudad, compraba granos a precios altos. Otras veces el precio político del grano podía ocasionarle grave quebranto. Así en 1778 la fanega de trigo estaba en el mercado a 33 reales, pero el granero municipal despachaba el pan a un equivalente de 27 reales. Por lo tanto, los labradores vendían su grano y luego acudían a comprar el pan que necesitaban tanto para su familia como para sus trabajadores, obteniendo un beneficio de seis reales por fanega. En 1767 volvieron los síntomas de escasez y los altos precios hasta el punto de que el ayuntamiento compró al arzobispo de Toledo casi 1.600 fanegas de trigo, procedentes de diversas cillas del campo de Calatrava, a 36 reales, que, una vez puesto en la ciudad, asecendía a 40.

Las epidemias de tercianas

Desde 1783 se desarrolló en España una epidemia general de tercianas que tuvo diferente intensidad, según las distintas zonas. La más afectada fue el Reino de Valencia. De la Corona de Castilla, La Mancha resultó una de las regiones más castigadas. La epidemia sirvió para poner una vez más sobre el tapete el viejo asunto de la lagunas de los Terreros y los problemas de la salud de los ciudarrealeños.

La situación sanitaria de la ciudad fue siempre precaria. En 1770 sólo tenía un médico titular. La ciudad, con ocasión de su muerte, acordó que hubiese dos, atendiendo a «lo dilatado de la población de esta ciudad, enfermedades repetidas que se advierten y mucha pobreza que reside en los vecinos de ella...». Pobreza que se estimaba en las dos terceras partes de sus más de dos mil vecinos. Dos años después, en 1772, el personero del común describía así la situación originada por las lagunas de los terrenos:

«un lago o laguna, llamado comúnmente el terreno, de aguas manantiales o llovedizas, no, cuales por estar rebalsadas y corrompidas, causan a los vecinos muchas y graves enfermedades, con especialidad en los tiempos de calor y aquellas personas que tienen sus habitantes más inmediatas, como es constante, público y notorio, como que todos los años' se experimentan muchas muertes, sobre lo que incesantemente claman los vecinos, de todas clases, con el convento de religiosas franciscas por hallarse todo el año enfermas todas o la mayor parte de las religiosas, para que se terraplene o quite tan pernicioso lago...

Varias veces se intentó acabar con este foco insalubre, con órdenes tan bienintencionadas como ineficaces; así, por ejemplo, cuando en 1773 el concejo dispuso que todos los vecinos llevaran allí sus cascotes para lodarlas. Años más tarde, en 1775, pensaron plantar álamos para que así, cercado el terrero «no dañen tanto los vapores que exhalan las aguas de él». Dos años más tarde, el arzobispo de Toledo, atendiendo a las peticiones de Ciudad Real, decidió lodarlas. El Ayuntamiento debería colaborar con jornales y caballerías.

Tales medidas sirvieron para poco, pues como en otra ocasión que el Ayuntamiento las cegó, las lluvias de 1785 superaron el terraplén. También los años setenta conocieron una grave plaga de la langosta que se desarrolló entre 1772 y 1773. El gobernador de Almodóvar fue comisionado por el Consejo de Castilla para tomar las medidas pertenecientes destinadas a la extinción en La Mancha, Valle de Alcudia y Andalucía. Las tentativas de destruir el canuto antes de que el insecto naciera no dieron resultado, tanto por la aspereza del terreno como por la negligencia de los vecinos, por lo que acordaron atacar la plaga cuando ya hubiera nacido, es decir, lo mismo de siempre, el reconocimiento de la propia impotencia para luchar contra ella.

Desde 1780 hubo irregularidades climáticas; primero, sequía y, a partir de 1785, lluvias e inundaciones. Una vez más Ciudad Real estaba llena de charcas. La escasa cultura sanitaria de los ciudarrealeños en la época de la Ilustración queda de manifiesto en que, según el procurador síndico, algunas mujeres aprovechaban para ir a lavar la ropa en los charcos. En el mes de julio de este año se empezaron a experimentar las primeras tercianas en Ciudad Real. Paralelamente, el trigo continuó subiendo de precio y el pan pasó de 20 a 26 mrs. El intendente de la provincia remitió a los ayuntamientos una carta del Consejo de Castilla con instrucciones para hacer frente a la epidemia: hacer acopio de buena quina, enterrar fuera de la población, dar corriente a las lagunas y llamar a un médico más. El diagnóstico de los capitulares, sin embargo, ponía el acento más en los problemas sociales que en los estrictamente sanitarios. Según su parecer, la mayor parte de los fallecidos no era tanto a causa de falta de medicinas, cuanto por carecer de bienes con qué alimentarse. El ayuntamiento hizo frente a la epidemia dividendo su personal sanitario entre las parroquias. Las recetas debían ir firmadas por un médico, el párroco y refrendadas por tres regidores.

Las crisis, ya fueran agrícolas o epidémicas, ponían de manifiesto, entre otras cosas, las tensiones soterradas entre distintas instituciones -sobre todo si éstas eran eclesiásticas- como muestra esta protesta dirigida al ayuntamiento por los tres párrocos de Ciudad Real:

«por parte de los conventos de ella no se asiste como corresponde a auxiliar a los enfermos, que por ello y por no poder concurrir los exponentes a todos, se ha experimentado morirse algunos sin sacerdote que los dirija en este trance...»

Por otra parte, solicitaban, por la falta de ermitas fuera del recinto de la ciudad, que ningún cadáver llevase caja y, además, se les echase cal con lo que

En el mes de agosto de 1786, los médicos de Ciudad Real hicieron una representación al ayuntamiento, en la que expresaban sus temores sobre la gravedad de la epidemia del citado año; peor, a todas luces, que la del anterior.

«Don Juan Bautista Visedo y don Antonio Gabriel de Matamoros, médicos titulares de esta Ciudad Real, penetrados de la debida veneración y no menor deseo por el bien público y hacer patente procurar con el mayor esmero conservar y defender la salud de sus convecinos, hacen presente: Que la constitución epidémica del año pasado, se sirvió V. S. recurrir a la Superioridad para lograr auxilio para la copiosa multitud de menesterosos de que tanto abunda esta ciudad y muchos otros que de las cercanas poblaciones recurren a buscar remedio, advirtió que, después de Dios, contribuyó manifiestamente para cortar y aun extirpar las enfermedades de más de setecientas personas que por matrícula numeraron los señores párrocos, cada uno en sus respectivas parroquias, en el día se halla la ciudad en igual caso y con muy fundados recelos de que la que hoy aparece sea tan copiosa y más porque en dicho pasado año, no observaron enfermedades con tantas señales de malignidad, como al presente han visto, casi desde los principios, como son fiebres petequiales, púrpura alba y miliares de diverso índole, las tercianas asimismo con distinto genio, ya inclinadas a delirios frenéticos, ya a sopores letárgicos y pisando la raya de apoplécticos con otros diversos síntomas de dolores intensísimos en la cabeza que llegan hasta producir manía, en el vientre excitan asimismo dolores inflamatorios y tanto más temibles cuando por su intensión (ileg.) amenazan gangrena y como lo dicho fuera de ser efecto de las mismas causas que existieron el año pasado, se han aumentado pueden llegar hasta lo pestilente por el cerco de aguas estáncadas y por todas las señales putrefactas de que está rodeada y llegan casi a lo interior de la ciudad, exponemos que si no se procurara muy presto ocurrir a la indigencia de alimentos y medicinas que necesitan tantos, es de temer se aumenten los enfermos y malicien las enfermedades hasta el terrible referido estado.»

Pieza de cerámica del siglo XVIII encontrada en un depósito de alfarería de diversas épocas   Pieza de cerámica del siglo XVIII encontrada en un depósito de alfarería de diversas épocas. Excavación de un terreno, calle de la Cruz esquina con Marta Cristina.

Los dos médicos se quejaban de que en el año anterior hubo cuatro médicos más tres cirujanos y aun así no pudieron atender bien a la población. Ahora, estaban prácticamente ellos solos, pues uno era muy viejo y estaba enfermo y al otro no quería llamarle el público.

Con motivo de la epidemia, se desarrolló hacia 1786 una polémica entre los círculos médicos del país, sobre si era mejor el empleo de la sangría o de la quina, descrita con detalle por Mariano y José Luis Peset. En Ciudad Real, durante esta epidemia se empleó la quina. Parte la facilitó el vicario de limosna. El rey envió de su real botica doce libras, cantidad suficiente para un solo día, según los miembros del Ayuntamiento. Y es que aprovisionarse de quina era un verdadero problema en la España del XVIII, como ya ha quedado reflejado en obras especializadas.

Resulta difícil hacer un balance de la epidemia. El número de fallecidos no parece haber dejado en las curvas parroquiales una huella tan profunda como la de otras crisis. Los testimonios coetáneos insisten en señalar la gravedad de la enfermedad. Según los médicos titulados de Ciudad Real hubo el primer año más de setecientas personas enfermas y el segundo fue peor, pues los meses de mayor mortalidad fueron los de otoño de 1786.

También en los últimos años del siglo XVIII hubo importantes carestías y alguna que otra epidemia de tercianas, como, por ejemplo, en 1796 y 1797. Las tercianas sin tener la gravedad que otras enfermedades epidémicas de las sociedades preindustriales, originaban, sin embargo, además de las muertes, un grave problema en las economías familiares si las sufría el cabeza de familia o quien tuviera la llave de la despensa, pues implicaba inmediatamente la ruina y el hambre de los restantes miembros, como ponen de manifiesto los párrocos de Ciudad Real en un informe elaborado con ocasión de la epidemia de 1797, destinado a la libranza de dinero de los propios para los pobres:

«para que se libren diez o doce mil reales, como se ha hecho en iguales ocasiones, pues por ser la epidemia de tercianas, si no se acude al socorro, por la mucha pobreza se experimentará la ruina del pueblo por la muerte de la mayor parte que según las noticias que dan los facultativos, señores curas y lo que los individuos de este ayuntamiento han tocado más de las dos terceras partes de los vecinos están enfermos... con atención a que, siendo los enfermos por lo general artesanos, jornaleros y sirvientes, faltándoles el trabajo por la enfermedad quedan constituidos en la mayor miseria y perecerán si no se acude con el remedio.»

Los primeros años del siglo XIX fueron de fuertes irregularidades climáticas, a las que se unieron inquietantes noticas sobre la epidemia que desde 1800 asolaba Cádiz. Como en otras ocasiones, se estableció un cerco sanitario; la ermita de Alarcos debía servir de alojamiento a los procedentes de la citada ciudad andaluza. El año 1803 fue muy irregular. Empezó con temporales de agua en invierno y el principio de la primavera, para pasar a la sequía. A 81 reales estaba la fanega en octubre. En Ciudad Real el pan pasó de 52 mrs. las dos libras en octubre de 1803 a 88 en mayo de 1804. En octubre del mismo año valía ya 100 mrs.

Los precios del grano de Ciudad Real publicados en el Correo Mercantil de España y sus Indias, estudiados por Gonzalo Anes, muestran que Ciudad Real tuvo el mayor porcentaje de aumento, un 288,5 por 100, respecto al mínimo del ciclo. La preocupación fundamental de los regidores y justicias de Ciudad Real fueron los registros de trigo para tratar de solucionar los problemas planteados por la alimentación de la ciudad. Los encargados de estas operaciones encontraron grano en casa de personas privilegiadas, como doña Antonia Bustillo. Según estimación de los comisionados, a esta señora le sobraban 800 fanegas que se negaba a vender si no se le pagaban a 90 reales. Por ello fue:

«apercibida que en el caso de la menor repugnancia, se usaría de los medios prevenidos en la real pragmática, cuyo espíritu y letra es el de moderar la codicia de los tenedores de granos...»

A pesar de tanta firmeza, el trigo estaba el mes siguiente a 92 reales. En abril prosiguieron los registros, encontrando grano en casa de un panadero. De Ubeda tuvo la ciudad que traer 585 fanegas en mayo al exorbitante precio de 145 reales. En octubre, la ciudad, no sabiendo qué hacer, acordó formar una lista de «sujetos pendientes» para, «sin causarles vejamen», conseguir que dieran algún dinero para comprar grano. Días después la prohibición de la saca de trigo fue acompañada de multa de cincuenta ducados y 15 días de cárcel a todo aquel que vendiera grano a cualquier persona que no fuera el pósito. A la crisis se unieron algunas alteraciones sociales, como desórdenes en la calahorra y, en enero de 1805, destrozos en los olivos. Las autoridades solían dictar en estos casos una serie de medidas que no son sino manifiesto evidente de su propia impotencia. Resulta evidente que tan elevados precios del grano, tenían por fuerza que repercutir en los salarios. El procurador síndico presentó en julio de 1805 un memorial en contra de la subida de jornales. Según él, de la decadencia de la agricultura no tenían la culpa «las estaciones trocadas», sino las demandas salariales de los trabajadores del campo. En definitiva, el procurador volvía a poner sobre el tapete el viejo problema de los costes de la agricultura:

«que habiéndose valido esta clase de gente de la ocasión estrecha y angustiada de los labradores, quieren exigirles unos precios excesivos, no saciándose su codicia con un jornal arreglado, después de arrasar los sembrados con miles de caballerías que llevan a la hazas para aumentar la esterilidad...»

La parroquia de Santiago a comienzos de nuestro siglo   La parroquia de Santiago a comienzos de nuestro siglo. La población de este barrio sufrió durante varios siglos los deletéreos efectos para su salud de las cercanas lagunas y charcas llamadas «los terrenos, causa de continuas epidemias.

Esta crisis generó daños en las cosechas, rebusca, acaparamiento, inestabilidad social, sobremortalidad y toda una serie de males que demuestran la modestia de las realizaciones del siglo XVIII. El procurador síndico pedía también una rebaja de rentas y cánones para los labradores arrendatarios «pues puede decirse que ha venido esterilidad sobre esterilidad». A la crisis agraria se unió una terrible sobremortalidad. Santiago -que para estos años conserva el registro de defunciones- a pesar de tener menor población, registró el mayor número de entierros. Las lagunas y el carácter predominantemente proletario de esta colación serían las causas de que resultara la más afectada. Cuando las tropas francesas entraron en Ciudad Real, el trigo corría a 60 reales fanega, mucho menos que durante la crisis de 1803-1805, pero mucho más que en años normales. La carestía, el deficiente abastecimiento, las limitaciones de una agricultura tradicional y un buen número de problemas sociales constituían el grueso de la herencia que dejaba el XVIII al siguiente.